Sunday, November 19, 2006

Soldaditos, bravos muchachitos - Crítica de Los Pichiciegos

1- Los Pichiciegos es un libro corto sobre el que se ha escrito mucho; algunos tigres piden siempre nuevas manchas. Planteado por su autor “en contra de los modos imperantes de concebir la guerra y la literatura”, desde su primera publicación en 1983 hasta la quinta y más reciente ha generado cantidad de buenas páginas de reseñas y ensayos sobre la guerra y sobre la literatura, y es, en ese sentido -en el sentido de lo que suscita y no de un hipotético ser en sí -, una gran obra.
Porque un libro no es sólo un libro: es un artefacto abierto de producción de sentido, es el soporte material de sensaciones, entendimientos, decisiones sobre el habla, conjunciones y separaciones de elementos sociales, propuestas de actualización de las significaciones de una cultura, diversas intensidades condensadas, en este caso, por Rodolfo Enrique Fogwill “en cuatro días, durante la guerra de Malvinas y con doce gramos de cocaína”.
Es que además, Los Pichiciegos no es sólo un libro porque también es un episodio clave en la agitada biografía de su autor. Fogwill elaboró varios mitos al interior de la novela, y además escribió el mito de su confección. Parece que el arte no ha logrado aún suprimir a los artistas, que incluso los necesita; o tal vez sea al revés: acaso a Fogwill, dado como pocos a otorgarse como personaje, le urja mitificar su acto de autoría (así como repartir petardos autorizado por su autoría) como una forma de confundirse con su obra y montarse a su inmortalidad. Su literatura no sólo lo sobrevivirá sino que ya lo sobrevive, ya fue mucho más allá de él, precisamente por –en- todo lo que ha generado.
Cumpliendo atención al campo literario, esta historia de unos desertores argentinos que aguantan escondidos en Malvinas tiene guiños a Manuel Puig, Jorge Asís y Jorge Luis Borges; y atendiendo al contexto histórico político aparecen las monjas francesas desaparecidas y Mario Firmenich.
Pero está lejos de los procesamientos culturales más clásicos de la guerra de Malvinas como Los Chicos de la guerra (“como si un pibe de dieciocho años que tiene que matar sea un chico, qué estupidez”, explicó Fogwill) o la más reciente Iluminados por el fuego, película cuya narración es una escalada de violencia que concluye con una especie de explosión final, mientras que en Pichiciegos el final desde muy pronto “se ve venir” por todos lados, el final ya está presente en la sustancia misma de la escena, como un queso gruyere cuyos agujeros van creciendo hasta que la cosa se deshace del todo. No hay derrota fulminante sino el ocaso del aguante, una desagregación progresiva de la efímera consistencia.
Como toda gran obra, su eficacia no se limita a su trama. El argumento funciona como escenificación que habilita nuevos modos de sentir y pensar: terribles. Por eso puede ser leído conociendo ya la historia, y releído, sin que mengüen las cosas que tiene para dar. Abundancia que contrasta con la situación de los protagonistas de la novela: arrojados a la guerra en las islas, abandonan el Ejército no por ni a pesar de nada ideológico, sino netamente para aminorar el riesgo de muerte, y qué mejor forma que haciendo un agujero en la tierra y escondiéndose allí todo el día (como el pichiciego, o armadillo o mulita, animal ciego y subterráneo) a esperar que “se maten entre todos”, improvisando la supervivencia.

2- Como toda novela sobre guerra (incluso las más épicas y románticas como Por quién doblan las campanas, de Hemingway), Los Pichiciegos es una novela sobre la muerte. Pero también -o por eso mismo- sobre la vida, no en general sino en su punto irreductible, que es ser lo opuesto -o distinto- a la muerte. ¿Cómo se organiza la vida cuando cada momento hay que evitar morir? Esa cornisa es la supervivencia, el eje de la novela.
Si en teoría la situación bélica es fruto de contradicciones políticas, la estrategia de supervivencia es ante todo la lógica comercial. El intercambio, y la administración de los bienes escasos, ordenan el universo de los pichis, su organización interna, su relación con el ejército argentino y con el inglés, a cuyo campamento van “a cambiar cosas”.
Hay otros temas sobre los que la novela trabaja, pero dándolos por sentados, como la ruina de la nación como entidad donadora de lazo social e identitario. Es un axioma. Repetidas veces Fogwill a dicho que en ese momento, para mí la nación no era nada más que la lengua”, ha declarado el autor. La búsqueda del habla argentina une a Los Pichiciegos con el resto de la obra en prosa de Fogwill, desde Muchacha Punk (1978) hasta Vivir Afuera (1998).
En ese desamparo hay un factor omnipresente: el miedo. Los pichiciegos son una comunidad efímera basada en la imposibilidad de realizar el olvido temporario de la muerte, mecanismo acaso universal.
El pichi que testimonia la historia recuerda dos tipos de miedo: “está el miedo puntual, a un Harrier o una balacera, y está el miedo al miedo, que es constante”. En esos bichos humanos soltados a la deriva se distinguen el miedo como reacción, instintivo y casi animal, de la conciencia permanente de que en cualquier momento y de cualquier lado puede surgir el miedo concreto de una amenaza de muerte. Esa conciencia es una anticipación, una forma desesperada de la representación, facultad humana distintiva que aquí se trenza con lo instintivo.
En las islas relatadas por Fogwill la urgencia material de la situación desintegra la pertinencia de toda elaboración simbólica. Las personas devienen primordialmente cuerpos: “el olor a oveja reventada por una mina es parecido al olor a cristiano reventado por una mina”. También hay figuras de la deshumanización dentro de la pichicera: “los del fondo”, cuerpos aún vivos de personas que han ido perdiendo las conductas y cualidades de una persona, como el habla o el pudor por defecar con pantalones o el ponerse de pie. Son pedazos de carne cuya biología resiste aún disuelta toda subjetividad; recuerdan la figura del musulmán de los campos de concentración nazis que describiera Primo Levi y analizara Giorgio Agamben.
Es que en los Pichiciegos para estar vivo hay que “ser vivo”; “avivarse”, es decir, darse vida. Las condiciones de la vida dependen de una operación, que bien puede no ser hecha: la vida es ante todo contingente. La pichicera es la avivada pichi, su pensamiento vital; los términos de ese pensamiento son las cosas que los rodean y su eficacia, si bien funestamente limitada, hasta logra que allí dentro actúen “por costumbre” (P. 155 Interzona).
Sin embargo, la catástrofe es, a su modo, fértil: en ese casi estado de naturaleza, de derrumbe total de los parámetros de organización de sentido, el territorio queda liberado para el aprendizaje. La escena material de la guerra –de esa guerra- opera como un antídoto contra todo ideal, permite desaprender las verdades difundidas en el continente, desmentidas por el destino que depararon, y así, desaprendido todo, sólo se puede aprender. Conversan dos pichis: “Yo no sé si volvemos, pero si volvemos, con lo que aprendimos acá, ¿quién nos puede joder?”

Wednesday, November 08, 2006

¿EXISTE REALMENTE LIONEL MESSI?
Publicado en Julio de 2006 en Exito


1- ¿Dónde está Lionel Messi? ¿Cuál es la naturaleza de este escurridizo pequeño monstruo del fútbol, que tan rápidamente llegó a ser nada menos que la esperanza argentina siglo XXI? Flor de lugar al que Messi llegó sin que lo viéramos en carne y hueso; Messi, el ídolo nuevo, que no se presenta ni como tragedia ni como farsa sino como el futuro que –como siempre- ya llegó.

Como ídolo futbolístico, Messi recoge lo mejor de la tradición del eterno deporte nacional. Pero la idolatría es una investidura social y no una condición individual, es decir que la existencia de un ídolo cifra ante todo elementos constitutivos de su entorno. El heredero es hijo de su tiempo.

Este pibe –que, dicen, de chico fue de Newell’s-, revela novedades radicales acontecidas en esa esencia que llevamos en la sangre. Porque no es sólo la nueva cara del lugar clásico de ídolo futbolístico nacional; es quien viene a evidenciar alteraciones sustanciales en ese lugar, en el juego de los lugares, y -si se pensara bastante- hasta en la noción misma de lugar.

2- ¿Cuál es la ubicación de Lionel Messi en nuestras vidas? El sábado me sorprendió en el supermercado. Era día de 15 por ciento de descuento, por lo que a la normal saturación de mercancías, se agregaba una superpoblación de humanos. Hay que ver lo moldeados que estamos en el consumismo, que, si no, proliferarían los desmayos frente a tal hiperestimulación donde es imposible mantener el mínimo foco. Mucho mérito debe hacer una imagen para atraparnos; fue el caso de Lio Messi, a quien vi sonriendo, esperando para entrar en la casa de una señora, pegado en una botella de pepsi.

Es que ahora es una figura muy vendida, o que sirve para vender gaseosas. Magnetismo no le falta: ¿A qué argentino futbolero no se le acelera el corazón cuando lo ve? Esa increíble relación con la pelota, esa capacidad letal de dañar cualquier defensa preparada o espontánea. Esa inmunidad frente al peso de las grandes situaciones, que sólo se explica viéndolo como un elegido preocupado solamente en su misión que es con la pelota y es ganar y es argentino.

3- Sus cualidades dan para hablar infinitamente. Cualidades, todas, que conocemos gracias a la TV, a internet, a los diarios. Porque sólo jugó en una cancha argentina (hace muy muy poquito) gracias a que, idolatrado ya, se lo convocó al seleccionado. Pero se erigió como ídolo, devino seleccionable, sin que aquí lo viéramos, jamás, en la cancha. La presencia de Messi en el Monumental operó, ante todo, como desmentida. O como confirmación: el pibe existía de verdad. Porque, un tipo al que sólo vemos en pantallas, ¿podemos estar seguros de que no es un invento, un monstruito mediático perfecto y genial? ¿Acaso no podría ser una ficción technicolor con acceso directo al cuore de todo compatriota futbolero?

En los estudios históricos, los registros contables son de gran utilidad porque dan cuenta del funcionamiento económico tal como lo registraban sus protagonistas. Sobre su contundencia, puede reconstruirse imaginariamente el funcionamiento material de la sociedad. Pero hay otro real de toda situación, que es lo imaginable. El horizonte de lo posible. Una mentira, por ejemplo, no da cuenta del real que está diciendo, pero sí da cuenta de otro real: de lo que es creíble. Toda la paranoia de un tipo contiene lo que sus condiciones permiten construir como destino.

Recuerdo Mentiras que matan, donde Dustin Hoffman era el arquitecto de una ficticia guerra estadounidense contra Albania, que convencía al “público” de ser absolutamente verdadera. Y ni hablar del Truman de Carrey, a quien directamente le inventaron todo un mundo. Esos films fueron exitosos por su verosimilitud, por el hecho de que tales operaciones son racionalmente pensables (en todo caso, para desmentir su verosimilitud debería aparecer la figura de la objeción, es decir, de refutaciones puntuales). Lo que asimismo habilita, respecto de las escenas mediáticas, una duda razonable, o al menos una paranoia prudente y epocal. ¿No podrían inventarnos un futbolista, un ultraeficaz ídolo informático? ¿Existe realmente Lionel Messi?

Obviamente no importa tanto si existe o no; lo que no se puede dejar de ver es que nuestro contacto con él permite pensarlo como una ficción.

4- Es cierto que desde el punto de vista de la esteticidad del fútbol, nada de esto importa. Ahí está la belleza, se produce en el contacto de las imágenes de Messi con cualquier sensibilidad futbolera nacional -que es, por cierto, una de las sensibilidades más difundidas en éste, el séptimo país de mayor territorio del mundo si contamos la Antártida. Que el deleite sea por tevé puede disminuirlo, pero no suprimirlo.

Pero el problema no es que se disfrute viendo al pibe por tele. Cosa muy distinta es postularlo como ídolo nacional. ¿Este es el hijo de Dios? Maradona mismo lo dijo: “Messi es mi sucesor”, y no hay postulación más privilegiada. Cantidad de comunicadores sociales le dieron lindo a la matraca con la comparación y la entronización. Vaya uno a saber, podría ser una actitud patria: postular para Argentina un nuevo ídolo, un embrión de rey de reyes, distinto entre los distintos, que liderará el juego nacional, catalizando sus poderes y secando mágicamente sus faltas. Un tipo que transforme a un Negro Enrique en el dador del pase del mejor gol de la historia.

¿Pero qué es el juego nacional? Y sobre todo, ¿qué es ser ídolo nacional? ¿Basta con jugar en el seleccionado? Esa es más que nada una relación de pertenencia: te toca Argentina. ¿Da lo mismo que no se haya formado profesionalmente en Argentina, que no haya jugado en sus canchas, con los cantos de su público, curtiéndose en sus códigos de reclamos y de relaciones con jugadores y referí, con su mundillo de entresemana, etcétera? ¿O alcanza con la prohijación de don Julio Grondona?

5- Los ‘90 nos habían acostumbrado a que los jugadores podían ser de la Selección cuando llegaban a ser jugadores del fútbol europeo. Pero al ponerse la albiceleste, los conocíamos ya como jugadores vernáculos. Argentina podía ser una vidriera para las potencias, pero los pleiers eran de marca nacional. Eran jugadores argentinos, porque su identidad social de jugador se habría construido acá, y su propia concepción de sí mismos como jugadores se forjó en relación con su lugar en nuestro fútbol; y, en rigor, era por eso que eran nuestros, más que por el tema del natalicio.

Lionel Messi, en cambio, ya tenía un lugar en el fútbol de masas mundial cuando llegó al argentino; apareció como noticia de Cataluña que gracias a Dios había nacido en Rosario. Sin embargo todo pasa en todas partes, y el partido con Chelsea y el abrazo de Rijkaard cuando la lesión estuvieron en mi living. Es que Lionel Messi llega a nosotros en las autopistas de la globalización, es parte de nuestra vida en tanto y en cuanto por nosotros pasan los circuitos de elaboración, circulación y consumo de fragmentos que –palabras más palabras menos- se llaman globalización. Nosotros nos llamamos globalización.

¿Cuáles son los colores de la remera de la globalización? En el fútbol ya quedó viejo el internacionalismo, equipado en “Resto del mundo” con jugadores de varios países. Ahora los países se arman convocando jugadores de formación variable. La nacionalidad no existe como punto de partida, sino como segundo término que se construye y opera distribuyendo elementos constituidos y organizados globalmente.