Soldaditos, bravos muchachitos - Crítica de Los Pichiciegos
1- Los Pichiciegos es un libro corto sobre el que se ha escrito mucho; algunos tigres piden siempre nuevas manchas. Planteado por su autor “en contra de los modos imperantes de concebir la guerra y la literatura”, desde su primera publicación en 1983 hasta la quinta y más reciente ha generado cantidad de buenas páginas de reseñas y ensayos sobre la guerra y sobre la literatura, y es, en ese sentido -en el sentido de lo que suscita y no de un hipotético ser en sí -, una gran obra.
Porque un libro no es sólo un libro: es un artefacto abierto de producción de sentido, es el soporte material de sensaciones, entendimientos, decisiones sobre el habla, conjunciones y separaciones de elementos sociales, propuestas de actualización de las significaciones de una cultura, diversas intensidades condensadas, en este caso, por Rodolfo Enrique Fogwill “en cuatro días, durante la guerra de Malvinas y con doce gramos de cocaína”.
Es que además, Los Pichiciegos no es sólo un libro porque también es un episodio clave en la agitada biografía de su autor. Fogwill elaboró varios mitos al interior de la novela, y además escribió el mito de su confección. Parece que el arte no ha logrado aún suprimir a los artistas, que incluso los necesita; o tal vez sea al revés: acaso a Fogwill, dado como pocos a otorgarse como personaje, le urja mitificar su acto de autoría (así como repartir petardos autorizado por su autoría) como una forma de confundirse con su obra y montarse a su inmortalidad. Su literatura no sólo lo sobrevivirá sino que ya lo sobrevive, ya fue mucho más allá de él, precisamente por –en- todo lo que ha generado.
Cumpliendo atención al campo literario, esta historia de unos desertores argentinos que aguantan escondidos en Malvinas tiene guiños a Manuel Puig, Jorge Asís y Jorge Luis Borges; y atendiendo al contexto histórico político aparecen las monjas francesas desaparecidas y Mario Firmenich.
Pero está lejos de los procesamientos culturales más clásicos de la guerra de Malvinas como Los Chicos de la guerra (“como si un pibe de dieciocho años que tiene que matar sea un chico, qué estupidez”, explicó Fogwill) o la más reciente Iluminados por el fuego, película cuya narración es una escalada de violencia que concluye con una especie de explosión final, mientras que en Pichiciegos el final desde muy pronto “se ve venir” por todos lados, el final ya está presente en la sustancia misma de la escena, como un queso gruyere cuyos agujeros van creciendo hasta que la cosa se deshace del todo. No hay derrota fulminante sino el ocaso del aguante, una desagregación progresiva de la efímera consistencia.
Como toda gran obra, su eficacia no se limita a su trama. El argumento funciona como escenificación que habilita nuevos modos de sentir y pensar: terribles. Por eso puede ser leído conociendo ya la historia, y releído, sin que mengüen las cosas que tiene para dar. Abundancia que contrasta con la situación de los protagonistas de la novela: arrojados a la guerra en las islas, abandonan el Ejército no por ni a pesar de nada ideológico, sino netamente para aminorar el riesgo de muerte, y qué mejor forma que haciendo un agujero en la tierra y escondiéndose allí todo el día (como el pichiciego, o armadillo o mulita, animal ciego y subterráneo) a esperar que “se maten entre todos”, improvisando la supervivencia.
2- Como toda novela sobre guerra (incluso las más épicas y románticas como Por quién doblan las campanas, de Hemingway), Los Pichiciegos es una novela sobre la muerte. Pero también -o por eso mismo- sobre la vida, no en general sino en su punto irreductible, que es ser lo opuesto -o distinto- a la muerte. ¿Cómo se organiza la vida cuando cada momento hay que evitar morir? Esa cornisa es la supervivencia, el eje de la novela.
Si en teoría la situación bélica es fruto de contradicciones políticas, la estrategia de supervivencia es ante todo la lógica comercial. El intercambio, y la administración de los bienes escasos, ordenan el universo de los pichis, su organización interna, su relación con el ejército argentino y con el inglés, a cuyo campamento van “a cambiar cosas”.
Hay otros temas sobre los que la novela trabaja, pero dándolos por sentados, como la ruina de la nación como entidad donadora de lazo social e identitario. Es un axioma. Repetidas veces Fogwill a dicho que en ese momento, para mí la nación no era nada más que la lengua”, ha declarado el autor. La búsqueda del habla argentina une a Los Pichiciegos con el resto de la obra en prosa de Fogwill, desde Muchacha Punk (1978) hasta Vivir Afuera (1998).
En ese desamparo hay un factor omnipresente: el miedo. Los pichiciegos son una comunidad efímera basada en la imposibilidad de realizar el olvido temporario de la muerte, mecanismo acaso universal.
El pichi que testimonia la historia recuerda dos tipos de miedo: “está el miedo puntual, a un Harrier o una balacera, y está el miedo al miedo, que es constante”. En esos bichos humanos soltados a la deriva se distinguen el miedo como reacción, instintivo y casi animal, de la conciencia permanente de que en cualquier momento y de cualquier lado puede surgir el miedo concreto de una amenaza de muerte. Esa conciencia es una anticipación, una forma desesperada de la representación, facultad humana distintiva que aquí se trenza con lo instintivo.
En las islas relatadas por Fogwill la urgencia material de la situación desintegra la pertinencia de toda elaboración simbólica. Las personas devienen primordialmente cuerpos: “el olor a oveja reventada por una mina es parecido al olor a cristiano reventado por una mina”. También hay figuras de la deshumanización dentro de la pichicera: “los del fondo”, cuerpos aún vivos de personas que han ido perdiendo las conductas y cualidades de una persona, como el habla o el pudor por defecar con pantalones o el ponerse de pie. Son pedazos de carne cuya biología resiste aún disuelta toda subjetividad; recuerdan la figura del musulmán de los campos de concentración nazis que describiera Primo Levi y analizara Giorgio Agamben.
Es que en los Pichiciegos para estar vivo hay que “ser vivo”; “avivarse”, es decir, darse vida. Las condiciones de la vida dependen de una operación, que bien puede no ser hecha: la vida es ante todo contingente. La pichicera es la avivada pichi, su pensamiento vital; los términos de ese pensamiento son las cosas que los rodean y su eficacia, si bien funestamente limitada, hasta logra que allí dentro actúen “por costumbre” (P. 155 Interzona).
Sin embargo, la catástrofe es, a su modo, fértil: en ese casi estado de naturaleza, de derrumbe total de los parámetros de organización de sentido, el territorio queda liberado para el aprendizaje. La escena material de la guerra –de esa guerra- opera como un antídoto contra todo ideal, permite desaprender las verdades difundidas en el continente, desmentidas por el destino que depararon, y así, desaprendido todo, sólo se puede aprender. Conversan dos pichis: “Yo no sé si volvemos, pero si volvemos, con lo que aprendimos acá, ¿quién nos puede joder?”
1- Los Pichiciegos es un libro corto sobre el que se ha escrito mucho; algunos tigres piden siempre nuevas manchas. Planteado por su autor “en contra de los modos imperantes de concebir la guerra y la literatura”, desde su primera publicación en 1983 hasta la quinta y más reciente ha generado cantidad de buenas páginas de reseñas y ensayos sobre la guerra y sobre la literatura, y es, en ese sentido -en el sentido de lo que suscita y no de un hipotético ser en sí -, una gran obra.
Porque un libro no es sólo un libro: es un artefacto abierto de producción de sentido, es el soporte material de sensaciones, entendimientos, decisiones sobre el habla, conjunciones y separaciones de elementos sociales, propuestas de actualización de las significaciones de una cultura, diversas intensidades condensadas, en este caso, por Rodolfo Enrique Fogwill “en cuatro días, durante la guerra de Malvinas y con doce gramos de cocaína”.
Es que además, Los Pichiciegos no es sólo un libro porque también es un episodio clave en la agitada biografía de su autor. Fogwill elaboró varios mitos al interior de la novela, y además escribió el mito de su confección. Parece que el arte no ha logrado aún suprimir a los artistas, que incluso los necesita; o tal vez sea al revés: acaso a Fogwill, dado como pocos a otorgarse como personaje, le urja mitificar su acto de autoría (así como repartir petardos autorizado por su autoría) como una forma de confundirse con su obra y montarse a su inmortalidad. Su literatura no sólo lo sobrevivirá sino que ya lo sobrevive, ya fue mucho más allá de él, precisamente por –en- todo lo que ha generado.
Cumpliendo atención al campo literario, esta historia de unos desertores argentinos que aguantan escondidos en Malvinas tiene guiños a Manuel Puig, Jorge Asís y Jorge Luis Borges; y atendiendo al contexto histórico político aparecen las monjas francesas desaparecidas y Mario Firmenich.
Pero está lejos de los procesamientos culturales más clásicos de la guerra de Malvinas como Los Chicos de la guerra (“como si un pibe de dieciocho años que tiene que matar sea un chico, qué estupidez”, explicó Fogwill) o la más reciente Iluminados por el fuego, película cuya narración es una escalada de violencia que concluye con una especie de explosión final, mientras que en Pichiciegos el final desde muy pronto “se ve venir” por todos lados, el final ya está presente en la sustancia misma de la escena, como un queso gruyere cuyos agujeros van creciendo hasta que la cosa se deshace del todo. No hay derrota fulminante sino el ocaso del aguante, una desagregación progresiva de la efímera consistencia.
Como toda gran obra, su eficacia no se limita a su trama. El argumento funciona como escenificación que habilita nuevos modos de sentir y pensar: terribles. Por eso puede ser leído conociendo ya la historia, y releído, sin que mengüen las cosas que tiene para dar. Abundancia que contrasta con la situación de los protagonistas de la novela: arrojados a la guerra en las islas, abandonan el Ejército no por ni a pesar de nada ideológico, sino netamente para aminorar el riesgo de muerte, y qué mejor forma que haciendo un agujero en la tierra y escondiéndose allí todo el día (como el pichiciego, o armadillo o mulita, animal ciego y subterráneo) a esperar que “se maten entre todos”, improvisando la supervivencia.
2- Como toda novela sobre guerra (incluso las más épicas y románticas como Por quién doblan las campanas, de Hemingway), Los Pichiciegos es una novela sobre la muerte. Pero también -o por eso mismo- sobre la vida, no en general sino en su punto irreductible, que es ser lo opuesto -o distinto- a la muerte. ¿Cómo se organiza la vida cuando cada momento hay que evitar morir? Esa cornisa es la supervivencia, el eje de la novela.
Si en teoría la situación bélica es fruto de contradicciones políticas, la estrategia de supervivencia es ante todo la lógica comercial. El intercambio, y la administración de los bienes escasos, ordenan el universo de los pichis, su organización interna, su relación con el ejército argentino y con el inglés, a cuyo campamento van “a cambiar cosas”.
Hay otros temas sobre los que la novela trabaja, pero dándolos por sentados, como la ruina de la nación como entidad donadora de lazo social e identitario. Es un axioma. Repetidas veces Fogwill a dicho que en ese momento, para mí la nación no era nada más que la lengua”, ha declarado el autor. La búsqueda del habla argentina une a Los Pichiciegos con el resto de la obra en prosa de Fogwill, desde Muchacha Punk (1978) hasta Vivir Afuera (1998).
En ese desamparo hay un factor omnipresente: el miedo. Los pichiciegos son una comunidad efímera basada en la imposibilidad de realizar el olvido temporario de la muerte, mecanismo acaso universal.
El pichi que testimonia la historia recuerda dos tipos de miedo: “está el miedo puntual, a un Harrier o una balacera, y está el miedo al miedo, que es constante”. En esos bichos humanos soltados a la deriva se distinguen el miedo como reacción, instintivo y casi animal, de la conciencia permanente de que en cualquier momento y de cualquier lado puede surgir el miedo concreto de una amenaza de muerte. Esa conciencia es una anticipación, una forma desesperada de la representación, facultad humana distintiva que aquí se trenza con lo instintivo.
En las islas relatadas por Fogwill la urgencia material de la situación desintegra la pertinencia de toda elaboración simbólica. Las personas devienen primordialmente cuerpos: “el olor a oveja reventada por una mina es parecido al olor a cristiano reventado por una mina”. También hay figuras de la deshumanización dentro de la pichicera: “los del fondo”, cuerpos aún vivos de personas que han ido perdiendo las conductas y cualidades de una persona, como el habla o el pudor por defecar con pantalones o el ponerse de pie. Son pedazos de carne cuya biología resiste aún disuelta toda subjetividad; recuerdan la figura del musulmán de los campos de concentración nazis que describiera Primo Levi y analizara Giorgio Agamben.
Es que en los Pichiciegos para estar vivo hay que “ser vivo”; “avivarse”, es decir, darse vida. Las condiciones de la vida dependen de una operación, que bien puede no ser hecha: la vida es ante todo contingente. La pichicera es la avivada pichi, su pensamiento vital; los términos de ese pensamiento son las cosas que los rodean y su eficacia, si bien funestamente limitada, hasta logra que allí dentro actúen “por costumbre” (P. 155 Interzona).
Sin embargo, la catástrofe es, a su modo, fértil: en ese casi estado de naturaleza, de derrumbe total de los parámetros de organización de sentido, el territorio queda liberado para el aprendizaje. La escena material de la guerra –de esa guerra- opera como un antídoto contra todo ideal, permite desaprender las verdades difundidas en el continente, desmentidas por el destino que depararon, y así, desaprendido todo, sólo se puede aprender. Conversan dos pichis: “Yo no sé si volvemos, pero si volvemos, con lo que aprendimos acá, ¿quién nos puede joder?”
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