Tuesday, December 01, 2009

Bases del ciclismo como pensamiento urbano

Las ponderaciones ecológicas y cardíacas del ciclismo son bien conocidas; también su carácter prácticamente inofensivo hacia los otros. Son ponderaciones de sentido común. Pero el ciclismo no sólo cumple con una serie de méritos preexistentes, y si en vez de pensarlo desde un lugar neutro e inercial como el sentido común, apostamos por un pensamiento que sea hallazgo del cuerpo al calor de la tracción a sangre, adquiere el ciclismo un sentido específico.
Una de las virtudes de esa práctica se hace patente en una superficie cada vez más visible en la ciudad: la cara de orto típica de los ciclistas. Ceño fruncido, ojos esforzadamente entrecerrados; cara no tan de orto como de dificultad, de clima adverso. Es que el aire viene cargado de –para empezar a hablar– el humo de los colectivos, la mugre que levantan del suelo, los múltiples desprendimientos de los árboles, violentados hacia uno por el viento o su mera caída, provocando en suma la patente cara. La bici abre acceso a todo un campo sensorial. Y las cosas que se sienten por usarla –fenomenología ciclística– son mucho más variadas que las que el ciclista se pierde por no andar en auto. Y sobre todo más ricas, porque vienen indeterminadas, no anticipadas por un botón luminoso que las define y regula el modo de su presentación a piacere.
Al automovilista los estímulos externos le llegan mediados por superficies que los traducen al lenguaje siempre igual del microclima del auto. La cara de orto de andar en bici es, en cambio, la cara del roce con lo real; si la dicha no se nota es porque no siempre es una cosa alegre.

Habitamos, con frecuencia, imágenes naturalizadas. Por ejemplo, ¿cuántos milenios fue plana la tierra? Se la habitaba como plana; lo que se llamaba tierra era plana. Hoy, en Buenos Aires, hay un corrimiento similar. Del suelo que pisamos tenemos la imagen congelada de una costumbre, pero al revés: la ciudad es mucho menos chata de lo que los porteños asumimos. Esa imagen que aplana la experiencia es por un lado lastre del orgullo agro exportador de la pampa húmeda; todos los dibujos escolares enfatizan la lisura. Pero esa imagen plana tiene también otra procedencia, o mejor, otra constitución: es una chatura hecha de petróleo. Porque nuestra conexión con ese suelo está mediada por la nafta, que nos vuelve imperceptibles muchísimas inclinaciones, lomadas y pendientes que cartografían nuestra Santa María.
En bicicleta, se arma otro mapa de la ciudad. La imagen del terreno urbano recupera progresivamente su tridimensionalidad. Recupera características geográficas perdidas en la insensibilización que el sentido del tacto sufre en el coche, donde se ve monopolizado por la presión homogénea del acelerador bajo la punta de los pies. Ese elemento, el acelerador, redirecciona la afectación que las cuestas producen en el cuerpo hacia la nafta. En bicicleta, en cambio, el cuerpo pasa a ser la medida de las cosas.

El acelerador marca aún otro aporte diferencial que el ciclismo realiza a la salud, en este caso a la salud anímica. Está bastante claro que el estado emocional incide en el modo de transitar la calle; el cuerpo está en juego, no sólo su integridad sino su modo de ser. En el auto, la mayor o menor tensión del conductor tiene un correlato físico imperioso: pisar el acelerador, que siempre ofrece la misma resistencia. Con eso el cuerpo no siente nada, más que velocidad. La gestión de las emociones queda depositada en el objeto.
La tracción a sangre pone al cuerpo en juego de otra forma, en los músculos, en la respiración, en el pulso. Se puede ser más dócil o más exigente con las piernas, se puede pedalear para el deleite físico, se puede buscar el eficientismo o incluso autolacerarse con aceleraciones repentinas. Los efectos del ánimo son inmediatamente físicos; aquí el objeto invita a una gestión corporal de las emociones.

Ahora bien, el ciclismo también es hacia los otros. Hay varios conflictos típicos en los choques callejeros. Por ejemplo, cuando un automovilista quiere doblar a la derecha y se encuentra con un ciclista que está, como corresponde, yendo por esa franja de la calle, tapando momentáneamente el giro. Ahí muchas veces se produce el choque. Digo choques porque aunque no haya colisión física, en estos “conflictos” se significa la presencia del otro como un problema, un estorbo. El otro es un elemento extraño; el ciclista es una partícula de funcionamiento fuera de lugar. Uno, claro está, va a otra velocidad. Al ir a esa velocidad, la introduce en la calle: eso también es cierto. Ir en bici es una propuesta pública de tiempo.
Al poner a los conductores en relación con ese otro tiempo, se les está ofreciendo como posibilidad, pero además, esa temporalidad montada en bicicleta ya es, para el ciclista, una abstención activa, una sustracción íntima al tiempo digital sin cesar promocionado, a esa manía de estar siempre en otro lado, manía de la que la temporalidad del tránsito motorizado es consustancial, redundante.
Entonces por esos dos motivos, es decir, en cuanto por un lado es una resistencia al parámetro temporal mercantil, ya victoriosa en tanto humildemente consumada en uno, y por otro pone a disposición pública ese modo alternativo de sentir el tiempo y la distancia, haciéndole el aguante en el campo de las representaciones de lo posible, el ciclismo es, hoy acá, una saludable militancia política.

Pero como aunque la carnada sea preciosa no siempre hay buenos peces, es preciso andar con mucho cuidado; más de uno sustraería al prójimo del tiempo. No se puede esperar que el que obviamente te va a ver, te vea, ni que el que tiene que frenar vaya a frenar; enseña, el ciclismo, algo tristemente útil en la vida: que a priori no se puede esperar nada de nadie. Es esta la segunda espera que el ciclismo disuelve, después de la del colectivo; bicicleta: acceso de independencia.
Pero estaba en que más de uno sustraería al prójimo del tiempo y que no puede esperarse nada de nadie: por eso el casco. Hace un tiempo escuché una crítica al uso del casco que creo muy extendida. Extendida no porque se la diga mucho sino porque opera mucho; las ideas tienen presencia no sólo cuando son reflexionadas y dichas sino cuando están trabajando (a veces, incluso, son dichas precisamente cuando están en crisis). La crítica decía: “Me parece muy noble lo del casco, pero loco, es horrible, es un atentado contra la estética de la ciudad, habría que prohibirlos”.
“Un atentado contra la estética de la ciudad”. ¿Cuál es la especificidad de la estética urbana? En la calle las cosas se ven de otro modo, su estética se define no según un combinado de forma-color-textura-movimiento sino según su rol en el cofuncionamiento público. Porque en el espacio público, de las cosas importan ante todo sus efectos. Incluso la estética de algunos objetos diseñados eminentemente desde la estética, como muchas ropas o autos, son en la ciudad la estética de decisiones respecto de cómo presentarse en el encuentro público: la estética de la conducta de priorizar (o anular) la estética, o la estética de hacer secta entre los habilitados a ciertas decodificaciones, o la estética del poder adquisitivo, etcétera.
El casco tiene una estética muy clara: la estética del cuidado. Voy a referirme a la estética del cuidado en acción, desde uno de sus efectos: he notado, consultado y reconfirmado que yendo en bici con casco por Buenos Aires se puede pasar fumando marihuana delante de los policías y no se dan cuenta. No lo ven, aunque uno pase muy lentamente; el casco lo hace invisible. El casco demuestra una zona segura: en la perspectiva de esos tipos el casco corona un segmento sustraído del campo potencialmente delictivo. Así, nos volvemos invisibles a los ojos guardianes. Allí está trabajando la estética del cuidado: se asume que el que se cuida a sí mismo cuida a los otros.
De la tragedia Cromañón se ha señalado lo impresionante de que fuera efecto de una cadena de responsabilidades de la que cualquier eslabón, por sí solo, tenía suficiente poder como para prevenir el accidente. Pero lo más grave es que esos mismos eslabones se verían perjudicados si sucedía; no hubo malicia. Si los inspectores, Ibarra, Chabán, los que tiraron las bengalas, Callejeros, se hubieran ocupado de cuidarse seriamente a sí mismos, habrían también cuidado al resto. En Cromañón se ve la precariedad actual de la construcción colectiva del presunto instinto de supervivencia y cuidado de sí, la debilidad relativa que el quilombo social produce en el amarre con la vida.
Quien atropella a un ciclista también tiene altas chances de perjudicarse. Aún así la ciudad es hostil para los ciclistas. No sólo por los autos: desde la vigencia del empedrado se nota que Buenos Aires no está pensada para el ciclismo. Sin embargo, hay gente que quiere presentarse en bici en el tránsito urbano, con sudor y riesgo de sangre. Los ciclistas valen menos que la ilusión de velocidad. Y hay que atreverse a vivir en un entorno que te valora menos de lo que vos te valorás. Es una decisión de vivir como se quiere que sea el mundo aunque el mundo no proponga ese modo de vivir, es hacerle el aguante a la ciudad.