Wednesday, September 13, 2006

Juventud, narcotizado tesoro
Imagen, festivales y política


Rastrear a la juventud actual no es tarea fácil. Eso de joven argentino o generación actual siempre es un recorte, y si nos pusiéramos muy rigurosos, no hay tal cosa: hay muchos tipos de juventud diferentes, cuyos individuos comparten el tener DNI argentino.
Por ejemplo, este veranito de festivales y recitales que azota a Buenos Aires brinda imágenes que arman cierto perfil de un joven actual. Digamos: componen la imagen de una de las muchas generaciones que hay en la generación joven actual. La juventud, según como se la hace en un QuilmesCreamfieldsFest, ¿tiene alguna dimensión política reconocible?

Varias preguntas
Pero hay varias preguntas en juego. ¿En qué consiste un acto político de un joven argentino actual? No hay referencia clara sobre esto; no hay alguna imagen de acto político joven con potencia de paradigma. Es un problema real: no hay certeza sobre por dónde pasa la respuesta.
Pero ya el modo de plantear el problema presenta otro problema: ¿por qué es ese el problema? ¿Por qué lo que llega a estatuto de problema es que no hay imagen de politización juvenil? ¿Acaso la imagen es prueba de existencia?

Hoy, la imagen es estrategia comunicativa de muchos sujetos, y de muchos tipos de sujeto. Tiene un lugar hegemónico en la comunicación. En una fiesta, en un mercado, en un comicio, la imagen está en la delantera del vínculo. ¿En qué modo condiciona una eventual dimensión política de la juventud? Lewkowicz decía que una generación existe cuando un problema en común la constituye. La estrategia de la imagen puede atravesar tantos ámbitos como para ser un elemento ampliamente compartido, y hacer generación. ¿Qué sería hacer política para esa generación?

Algunos maestros, algunos nombres de peso en el mundo de las ideas, enseñaron con actos y textos que una intervención política es tal si subvierte las normas de la situación. Pero quizá se malinterpretaron aquellas prestigiosas fotocopias. En rigor, no se trata de incumplir las normas, sino de ir más allá de ellas. La normalización es un movimiento que imagina la situación en la que va a intervenir. Así, el conjunto de leyes otorga a la situación una imagen de sí misma; le planta su bandera.
En ese sentido, el dominio no consiste sólo en poder prohibir; el dominio consiste en marcar el terreno.
Entonces, hacer política pasó a consistir en moverse y generar algo no contenido en otra cosa previa hecha por otros. Es decir, hacer terreno. Claro que hasta lo que está contenido puede no darse, y abundan situaciones donde no pasa nada. Gran parte de los padecimientos actuales provienen situaciones donde nada instaura activamente un rasgo de la situación. Una fiesta aburrida, por ejemplo, es en la que no pasa nada que la haga relatable, ningún acto que le dé imagen propia.
Frente a esa eventualidad de las situaciones, siempre algo inciertas, la imagen como estrategia de dominación marca algo donde a priori no hay nada. Si lo mortífero de las normas era la imagen que imponían, una estrategia centrada en la imagen puede ser muy efectiva. (Eso sí: sí la dominación es el objetivo central o un efecto secundario de la operación para hacer dinero, es un problema aparte.)
Por eso estos festivales tienen su imagen antes de suceder. Política sería apropiarse de la situación, del puro presente, y aportar irreversiblemente a su imagen. ¿Sucede?

Las escenas
Veamos un poco las escenas. El “Personal Fest” era imagen de celular y el lugar era de uso del celular. Justo esos usos que hasta hace poco no eran parte de sus funciones y ahora parecen necesarios: el pseudo walkie talkie y el “mensaje de texto” (expresión con que los celulares se apropian de un formato, el texto, milenario). El lugar era un hervidero de contactos inalámbricos.
Esa intercomunicación constante conformaba la situación. El lugar de los jóvenes pasa a ser un lugar con muchos lugares. Si se usa largavistas es para conectar posiciones distintas. Aunque para eso alcanza con que el lugar sea grande. En un estadio pueden usarse largavistas, pero los puntos presentes están más o menos fijos. En estos festivales, se fragmenta tanto el lugar que hay que ubicar por celular a los otros puntos que yiran por allí. Bien distinto a un encuentro donde todos los presentes comparten el mismo lugar, situación que arma un grupo ligado a un territorio, una especie de identidad. En los Fest, todo el tiempo todos están de paso (hacia lugares distintos: caos), sin arraigo, con cruces que duran un flash. La fluidez es tal que la imagen de la situación no es una identidad sostenida por el acto grupal, sino que descansa en la “imagen festival” previa. El movimiento grupal no se afirma como tal tanto como para decidir e imponer el sentido de lo que pasa. Si la imagen prefabricada de la situación sale intacta del festival, hubo cualquier cosa menos política.
Aclaración: el planteo no busca sostener una definición formal sobre qué es política. Esta intervención en la imagen de la situación vale como reflejo con el que nos enteramos de que hubo política; pero no es el movimiento político. Ese valor proviene de que el marco de observación es la escena mediática.

Imagen sonora
Creamfields tiene hasta imagen sonora: punchi punchi. Tal es el nombre del paradigma bajo el que se escucha esa música. Sin dudas, allí hay movimiento, hay mucho movimiento; pastillita y a saltar.
Las drogas modelo de una situación encarnan su disposición subjetiva. Sobre todo cuando su uso no es un plus sino una parte del kit situacional. El movimiento prescripto en la situación música electrónica es tomar éxtasis, y no tomarlo es un movimiento activo.
El éxtasis no es el ácido lisérgico de la psicodelia, de la deformación de las formas instituidas y de la expansión de fronteras estéticas, de sentido, etcétera. Tampoco es la desaceleración de la marihuana; es la aceleración de los movimientos. Es un aumento en los puntos de tiempo en que se hace algo: bailo a mil. Sin pasti, bailo a cien.
Es una situación donde las personas no están para nada quietas, lo que no quiere decir -desde una quizá pretenciosa perspectiva político filosófica- que se muevan. Porque ese agite es redundante respecto de lo que hay, de lo contenido en la imagen prefabricada de la situación.

Lugares Pasivos
Acaso por eso estos ocios que son un negocio sean así, pasivos, estimulados, masturbatorios. Los cuerpos están acomodados y acariciados en distintos registros. En el escuchar música como ocio, es cierto que a uno le pasa algo; pero si pasa, aunque me pase, aunque me pase en el cuerpo, está producido en otro lado. Puedo sentirlo, pero la fuente activa, el lugar de creación es otro. Yo, estoy entretenido, tenido entre las cosas, suspendido.
Por otro lado, el circo sensorial CreamRockFest no es, digamos, la pura calle, ni el puro desencuentro de las instituciones agotadas. Hay un espacio que vuelve semejantes a los otros. No es la pura desolación. Es cierto: es un dispositivo propenso a suspender a los cuerpos en una serie prefabricada de movimientos. Pero al menos es un terreno, compartido, en común, donde puede pasar algo -lo que no es poco.

Subjetividad mediática según Cromañón

La tragedia se impone. Ejerció una interpelación general; una vez más nos une el espanto. Esta escena social de la tragedia, fiel a la época, parece ante todo escena mediática. Conectarse con la tragedia de Cromañón implica conectarse con el discurso mediático. No sólo para el “público”, sino también hasta para las personas vinculadas directamente con el acontecimiento, como veremos. Si el discurso mediático es dominante, es decir, si propone una organización de sentido de los hechos que se instala y excede su origen, entonces para pensar con autonomía es preciso dilucidar sus condiciones. Y esta tarea de elucidación, tarea de desmarcarse, vale también para las posiciones internas al aparataje mediático; sobre todo porque tal concepción que supone un adentro y afuera de los medios es bastante limitada para pensar la subjetividad mediática.
El primer dato notorio es el lugar incómodo en que queda una empresa informativa al momento de un evento así: una tragedia tristísima es, objetivamente, un beneficio para su negocio. Sin lugar a dudas no se trata de que haya una mente macabra que se alegre por esto. Todos los agentes de una empresa que vende noticias se entristecen o hasta implican con lo desgarrador de una cosa así. Pero se entristecen como todas las personas; en el plano en que son agentes del negocio, sufren la misma suerte que la lógica de la empresa noticiosa: toda noticia es ganancia -y de esto no escapa quien escribe. Insisto: aquí no hay acusación, sólo señalamiento de la complicada posición de quienes trabajan sobre la información.
En la cobertura de la tragedia hubo distintas conductas, tanto en los canales de televisión como los diarios, las radios, los informativos en la web. Algunos medios mostraron un sorprendente respeto y una inusitada ubicación. Muchos consideraron que su lugar como medios y como periodistas era limitado, circunscripto a una tarea específica, y que no les correspondía meter su presencia en todos los recovecos de la escena. Otros medios, en cambio, dejaron que su lógica de morbo y de ausencia de cualquier noción de pertinencia fagocitara el espanto. Crónica TV haciendo gala de su primicia y alardeando por su acierto en la cantidad de muertos; la cronista de Canal 9 felicitando a los padres que casualmente habían prohibido a sus chicos salir de casa aquel jueves que luego -y sólo luego- resultó fatídico; estos eran movimientos que aumentaban el caudal del dolor.
Pero el problema no consiste únicamente en las acciones de los medios y sus agentes. La cuestión es el discurso que se arma e instala. Porque en la escena mediática anida una manera de tratar los acontecimientos, de leerlos, de transmitirlos; en fin, una manera de pensar las cosas. Y esa lógica mediática excede a quienes tienen una tarea asignada en los medios.
Ejemplo. Horas después del incendio, cuando en Plaza Miserere aún reinaba el puro caos y la desinformación, una mujer se acercó al micrófono sostenido por un cronista, frente a las cámaras de televisión. “Vine a buscar a mi sobrinito, que vino al recital”. “¿Y ya lo encontró, señora, sabe dónde está, si está a salvo?”. “No sé, aún no hablé con nadie, ni con la policía, ni con los médicos, no sé”. La mina había ido para buscar a su ser querido, ver si estaba vivo o muerto. Sin embargo, lo primero que hizo al llegar fue hablar en la tele, subordinando su problema y su búsqueda al lugar de lo dicho en la tele. En el medio, cambió el rasgo que definía la situación. Ella fue a una situación que esencialmente consistía en la posibilidad de muerte del chico, pero al llegar, la situación era, ante todo, situación mediática. La perspectiva con que habitaba el lugar era la del mundo del espectáculo.
Otro ejemplo de cómo la subjetividad mediática opera más allá de las funciones de los medios. El ejemplo es complicado. Veamos. Los periodistas fueron al lugar a informar sobre lo que estaba sucediendo. Su posición era, digamos, fronteriza: adentro de la situación y a la vez afuera, como observadores. Pero las cosas que allí pasaban excedían lo que la labor periodística espera (lo que puede esperar). Probablemente le hubiera pasado a cualquiera: estando allí, uno deviene partícipe. Esto fue lo que impulsó a Clarín a titular en tapa: “los testimonios de los periodistas de Clarín”. En su labor de observar y reportar el hecho, los periodistas fueron capturados por la situación, convirtiéndose en protagonistas. Como tales, dan testimonio.
A primera vista, con esto parece que estar en la tragedia implicaba renunciar a la posición periodística y hacerse subjetivamente desde la situación. La conclusión sería que en esa situación, la subjetividad mediática cae. Sin embargo, esa posición distinta a la periodística luego es recapturada por la operatoria mediática, dándole forma de testimonio: vuelve al diario. Hasta lo que se le escapa vuelve a ser tomado e incluido en el discurso mediático.
Veamos al discurso en acción. En la tele se acompaña la transmisión de la noticia con un periodista. Desde luego, no hubo comentador que escapara al sentimiento de horror; pero hubo otra reacción compartida: todos recordaron la tragedia de Kheyvis. Esto no quiere decir ni que los hechos estuvieran naturalmente conectados ni que la gente en general no hubiera recurrido a ese recuerdo; tampoco lo contrario. Sólo señala que el discurso mediático realizó esa conexión, proponiéndola como lectura de lo sucedido incluso para quienes no la habían elaborado.
Entonces el hecho es impactante, pero la escena mediática (incluidos los espectadores) tenía un lugar donde recibirlo. De esta manera, por más que una cosa así no es para nada habitual, lo cierto es que el hecho no se presentó como una externalidad inclasificable, sino como parte de una serie.
Esto parece insignificante, pero implica un riesgo decisivo. Una serie es una abstracción hecha con puntos afines de eventos separados. La serie selecciona algunos puntos en común de los hechos diversos, y con ellos arma un género. Debe constar al menos de dos componentes, cuya conexión arme una línea. Kheyvis y Cromañón son dos especies del género tragedia en boliche. He aquí el problema que alerta: una vez construida, la serie queda disponible para recibir nuevos casos particulares de su género. El lugar “tragedia en boliche” se instala como posible más allá de sus concreciones particulares; la tragedia tiene un lugar en la cultura. Esto es raro, ya que lo trágico suele ser pensado como algo que va en contra del modo en que las cosas son. Si la condición humana es la condición cultural; si lo natural del humano es la cultura, entonces el peligro es la naturalización de las tragedias culturales.
Ultimo punto sobre lo que se entrevió respecto del estatuto actual de los medios como subjetividad activa y organizadora de sentido. En medio de la desesperación y el caos, una iniciativa logró algunos encuentros. La gente de la red solidaria juntó fotos de chicos muertos o heridos, para mostrarlas y que los familiares pudieran reconocerlos e ir a buscarlos. Y efectivamente, mucha gente vio en esas fotos a sus hijos, amigos, hermanos, las vio en la tele, y fue a su encuentro.
Ya habíamos visto, con la masacre de Patagones, algo equivalente. Entonces, se temía que el asesinato múltiple tuviera un “efecto contagio”, es decir, que otros chicos copiaran lo que veían en la tele y salieran a mataran chicos, cosa que sucedió pero con mala puntería, y un bala pegó en algo así como una oreja en vez de un cráneo. Aquel efecto era tenebroso, a diferencia de las fotos permitiendo el reencuentro, que son un punto de sosiego en medio del mar de dolor. Pero ambos casos muestran cómo los medios han dejado atrás su función original, esa que les dio el nombre: mediar entre los acontecimientos y el público. En nuestros días, el canal de transmisión de un hecho lo modifica, produce a su vez nuevos hechos, y deviene por ejemplo en vía de contagio o nodo posibilitador de encuentros.

Publicado la primera semana de 2005 en Debate