Wednesday, May 05, 2010

Qué fiaca


I. Un hacer fundado en las ganas de no hacer

Voy a hablar de la pereza, de las ganas de no hacer nada. De “la ley del mínimo esfuerzo” que, lejos de su demonización escolar, es una ética, en todo caso una ley justa, pero no por justicia: la fiaca como la medida justa de las cosas, la pereza como gran vigilante de la genuinidad del hacer.
Hay una cuantiosa tradición literaria al respecto. Lo que demuestra desde el vamos que hay cierto desgano que, a sus anchas, resulta creador. No aspiro a inscribir este ínfimo ensayo en esa tradición. Porque en tal ansia, la tradición deja de ser una cosa que está acá entre nosotros, nutriéndonos inevitablemente, en nosotros constitutivamente, para pasar a ser una línea existente de por sí –tipo sacra–, que puede albergar nuestro hacer si cumplimos con algunos requisitos de acceso. Y considerar el propio hacer, es decir el presente, desde el lugar que tenga en la línea proveniente del pasado, es algo sólo posible si vemos nuestro presente desde su posible imagen futura. Inscribirse en una tradición pasada suele ser un ansia de existencia futura que desprecia el presente, lo más puramente presente del presente. Además, entre esos requisitos de acceso a la tradición está el de referirse a algunos de sus pasos, cosa que me da mucha, mucha fiaca, no por desprecio de la lectura –seguramente he leído y vuelva a leer al respecto–, pero sí por desgano de “ir” a leer unos textos –transformándolos en bibliografía– justo cuando lo que quiero es escribir.
¿Cómo se hace aquello que se hace sólo motivado por el querer hacerlo? ¿Existe, es posible, tal discernimiento? Hay unas ganas de no hacer nada que son legítimas en sí y no premio por haber trabajado a la mañana.
Contra la realización de las tareas del orden del deber, la pereza aparece como un indicador: avisa que, para desplegar completamente las propias fuerzas y facultades necesitamos una tarea ciento por ciento elegida. Y sin embargo, he observado en muchos de los denominados “espacios propios” que las tareas hechas eminentemente por gusto (esas que por contingentes es decisivo sostener) sirven en gran medida no tanto para poder, ahí sí, hacer a pleno lo que se quiere, sino para tener un lugar donde el modo del hacer otorgue a la fiaca un respeto privilegiado. El gusto no pasa por cambiar la actividad sino el régimen de temporalidad y deber. Buscamos un hacer fundado en las ganas de no hacer nada.

II. Rozamiento del cúmulo energético que somos

En el increíble amontonamiento humano en que vivimos hay mucha marea de fiaca. Fiaca: resistencia del cuerpo al management de auto realización al que estamos compelidos. Ese management fue muy bien graficado por Joaquín Linne en un cuento que era, básicamente, una larga enumeración del estilo: “me afeito, voy a la peluquería que cuesta un poco más que la otra, hago yoga, estudio, escribo cuentos y tengo un blog” y terminaba diciendo algo como “son muchas las cosas que hago para estar cogible”. Estar actualizado, hacer plata, me da fiaca. Hoy no quiero hacer nada. Pero, y empero, hay una pereza activa. Está visto que la fiaca es un hacer; hacer fiaca es una responsabilidad social, en tanto favorece la genuinidad del hacer. Y, la verdad sea dicha, nunca no se hace nada. No se puede no respirar, no se puede no pensar (llamando pensar a la actividad mental). Somos un cúmulo energético, eso somos, un puñado de energía que adopta múltiples formas en múltiples dimensiones, y la pereza que planteo consiste en minimizar el rozamiento de esa energía, minimizar la fricción, el desgaste, incluso buscar los canales para su despliegue natural. También hay un no hacer correspondiente al nerviosismo. Eso no es fiaca, aunque produzca cansancio: es no llegar a hacer. Somos bolas de energías y bloquear esa energía es un esfuerzo, un esfuerzo que da fiaca, mientras que desde la fiaca se puede serle fiel a sus decursos espontáneos.
Propongo un ejemplo. Dos amigos se juntan, a no hacer nada, a perder el tiempo, y así se hacen dueños del tiempo: poder desperdiciar algo alegremente demuestra poder. En fin, se juntan a boludear. Les gusta tomar cerveza, pero no les gusta nada ir al supermercado, única opción cercana, así que cada vez que quieren cerveza se enroscan en unas vueltas que dilatan la sufrida excursión. Entonces, mediante pasos que se van dando como naturalmente y es innecesario enumerar aquí, esa fiaca de ir al supermercado termina resolviéndose con ellos fabricando su propia cerveza.
Obviamente en ese proceso la fiaca no es lo único que hay, pero es un momento y una dimensión de la experiencia necesaria para que surja la verdad de esos amigos, contentos luego sobre todo por haberse ahorrado ir al supermercado. Se diría que en la ecuación pierden tiempo. Pero ganan –y atiéndaseme aquí, por favor, porque la frase tiene lo suyo–, ganan el montaje de un parámetro propio para elegir entre cosas cuyas naturalezas son inconmensurables pero sufren un aplastamiento por el imperio de la cuantificación temporal que las hace comparables.

III. ¿Fiaca subversiva?

Frente a la multiplicación de dimensiones actuantes donde somos compelidos a hacer cosas en simultáneo, no sorprende que la pereza se ponga de moda teórica. Incluso que se la use como bandera, como hace el último libro de uno de los más altos representantes de la progresía intelectual argentina siglo veintiuno. La pereza, llega a plantearse, es subversiva. Link argumenta que –lo digo con mis palabras– el no hacer sustrae nuestros cuerpos de los mecanismos de valorización del capital, que nos toman, kilaje completo, como insumos para su reproducción ampliada.
Pero creo que esa bandera es una reacción algo triste a la batuta capitalista de los valores. Es un no hacer que refleja el retiro del sentido en la vida. En el borde de esa política –acaso parcial interpretación de Bartleby– está el suicidio como única fuga verdadera total del capital, en tanto no hay hacer salvado de sus tentáculos. Acepta la naturaleza capitalista de los haceres en vez de desafiar lo que Sztulwark llama la institución de las personas como capital humano (sobre la que volveré).
En cambio, la pereza que es un punto de partida inmediato y no sólo una reacción a la batuta mercantilista de los haceres, la fiaca–precaución, asume que si el sentido es un efecto libidinal, más vale no hacer nada fuera de la ley del menor esfuerzo, para cuidar lo frágil. La pereza deja fermentar el magma vital para remitirse a seguir su itinerario; en ese punto sí pueda, acaso, producir un desacople con la zona lógica del capital.
La zona lógica del capital refiere a la pereza interna a la inercia del capital. Antes de explicarla es preciso que advierta que quiero volver a un argumento ya planteado, pero para concluir lo contrario. Ese argumento que dice que la pereza es no interponerse en los impulsos de la energía, potenciarlos; que es santa la pereza porque ahí, cuando la actividad es el redoble del reposo móvil de la energía (repito, el redoble del reposo móvil de la energía), ahí hay un hacer que produce descanso, produce energía, produce fiaca disponible, y entonces hay que arengar para que cooperemos en hacer mucha fiaca. Creo también que hay una fiaca letal. La verdad es que después de pensar bastante en esto de la fiaca, no sé qué me parece, si sí o no a la fiaca, a su pregón. Bueno, decía, una pereza que es mortuoria: la pereza del multitasking y la zona lógica del capital; intento explicar:

IV. La zona lógica

Entre lo que se quiere, lo que se puede y lo que se debe, se talla nuestro accionar. Son las tres variables que definen las líneas formales de nuestra carne arrojada al tiempo en carrera loca. Aunque en verdad nunca sabemos cuán veloz o lenta o loca o certera es la carrera, metidos como estamos en un decurso: no hay visión panorámica. Cuando abrimos los ojos ya estamos yirando en una red, que es caótica cada tanto y por zonas. Es decir, caótica estructuralmente: un gran caos de movimiento sostenido, que con tiempo y espacio va albergando zonas lógicas. En esas zonas lógicas hay un parámetro que puede medir la velocidad y el malabar que repitamos. Cuando se participa de una zona lógica, de un entorno, lo normal, el grado cero, es esa lógica; nosotros, por ejemplo, no sentimos el movimiento de la faz planetaria de la que participamos porque ella, dentro del caótico cosmos, es nuestra zona lógica, nuestro parámetro para decir que el espacio exterior es frío o que tal galaxia va lento... Si nos adherimos al viento no sentimos viento.
Pero entonces también hay una pereza que consiste en acoplarse de manera absoluta a la velocidad y prescripciones del entorno por más que dicten una hiperactividad: la pereza del multitasking, la pereza de no despegarse de la carrera loca.

V. Capital humano o el imperio de las oportunidades

Nuestra generación, dice Adrián Gaspari, creció bajo la prédica de que nos dedicáramos a lo que nos gustara, que la plata no era lo más importante y hay que aprovechar la vida para hacer tu camino y ser feliz, pero que ahí, en la versión común de ese discurso, el bichito humano es una posibilidad de concreción a futuro, es capital humano. Debe desplegar su propia elección; no está libre de elegir libremente.
Cuando oímos que alguien dice que Mengano “desperdicia su vida”, hay que tener cuidado, porque para pensar que “se desaprovechó” hay que partir de una expectativa de realización previa a la experiencia. Desperdiciemos la vida con amor, seamos dueños de nosotros mismos dándonos por perdidos, “no perdamos el tiempo preguntándonos qué deberíamos estar haciendo para aprovechar el tiempo”, dice Gaspari.
La anti pereza, la ley del mayor esfuerzo escolar, considera el cúmulo energético que somos como un cuántum de posibilidades a realizar: el imperialismo de las oportunidades. Al idealizar cierto derrotero experiencial, la exigencia previa a la experiencia instala un sistema de comparación valorativo entre los momentos. Estas acá perdiendo el tiempo cuando podrías estar aprovechándolo: se asignan jerarquías a priori entre las cosas; concebirnos como capital humano produce una monedización de los momentos.
Pero no, este rato lo voy a desperdiciar, y lo que pase será ganancia por definición, porque no puede no serlo. Sustraída de la ley, la energía no puede no ser creativa.
Entonces hago esto desde la fiaca, escribo en los momentos que doy por perdidos para el deber, está visto que los días dados por perdidos suelen ser aquellos en que se hace mejor. Pero hay que declararlo, eso sí: este pedazo de tiempo quedó liberado de su funcionalidad eficientista. Gobiernan unas ganas de no hacer nada donde puede pasar cualquier cosa. La fiaca está incorporada en cada hacer, la energía que somos no está exo–dirigida.

VI. La elegancia de la fiaca y el enemigo eficientista.

Está visto que la historia avanza por la fiaca, si no fuera por ella no se hubiera inventado ni la rueda. Además, alcanzar la mayor fuerza –o mejor, la requerida– con el menor esfuerzo es la dinámica óptima del movimiento. Eso lo enseñan las artes marciales como el pa–kua: la elegancia en los movimientos consiste en que no sobre nada.
Por eso la militancia contra la ley del menor esfuerzo es uno de los peores pecados de la escuela (el otro, creo, es que los maestros obliguen a los chicos a levantar la botella que patearon al encontrarla tirada, cuando en verdad la responsabilidad por algo que apareció ahí es igual para todos, o mayor para el adulto que debe ejemplificar y, sobre todo, festejar que el chico haga de la basura juguete). El culto a la hacendosidad es la contrafaz de la pereza por retiro del sentido: es el hacer sin cesar para sostener sin repensar el sentido que el hacer supone. Hoy ese culto ciego es mayoritario; es la consigna del gobierno macrista: Hacer, Hacer, Hacer. Quieren instalar la idea de que hay una perspectiva puramente lógica del hacer, como si hacer de por sí fuera algo bueno, como si la vida no pasara por los parámetros de valor en los cuales tienen sentido los haceres.
Pondré un par de ejemplos de diversidad de parámetros de valoración. Uno: un vendedor de artículos varios, dueño de un enorme local en el barrio de Villa Crespo, viaja sistemáticamente al África para comprar artesanías. En una ocasión está intentando negociar precio con el jefe de una tribu que hace estatuitas, y pregunta cuánto le costaría cada una si compra cien. El jefe de la tribu le contesta –pongamos– un billete cada una. ¿Y si compro mil? Un billete y medio cada una. ¿Pero cómo, si compro en cantidad me sale más caro en vez de más barato? Y –contesta el africano–, si nos hace trabajar tanto, cuesta más. Otro ejemplo: los ingleses colonialistas llegan a una islita pacífica, quiero decir del Pacífico, y pronto encuentran que los nativos fabrican no malas canoas. Los de la civilización occidental se las arreglan para apropiarse de parte de esa producción. Ven que los nativos trabajan diez horas cada día y hacen cinco canoas. Entonces les dejan unas hachas y les muestran cómo con ellas pueden hacer cinco canoas en dos horas. Pero cuando vuelven, en vez de encontrar que habían hecho veinticinco por día, ven que los nativos –claro– trabajan dos horas diarias y el resto lo que pinte.
El macrismo es el extremo del pensamiento único: la negación total de la diversidad de racionalidades. Es lo opuesto a la fiaca, pero también es una pereza, un apego inmóvil al sistema de vida donde está negado el fondo arbitrario y parcial de los valores.
Para terminar quiero que sepan que hice este ensayo desde el espacio abierto por las ganas de no hacer nada y por el relajo que otorga el brindis: estar acá me ahorra el trabajo cansador que sería estar en mi casa no haciendo todas las cosas que podría estar haciendo.
Publicado en la Antología de Ensayos en Vivo