Thursday, December 27, 2007

¿La tecnología a nuestros pies?

El discurso tecnológico se vende con éxito como vanguardia de lo social, y logra un gran poder modelador sobre el bicho humano. En el mercado argentino, por ejemplo, hay un modelo de “zapatillas inteligentes”, que regulan automática y constantemente la presión del acolchado sobre el pie. Dos sensores electromagnéticos miden, cada 20 milisegundos, la presión de la pisada; envían el dato a un chip ubicado en la entresuela, que lo compara con la presión óptima (predeterminada al estrenarlas mediante un par de botones) y, en función de esa evaluación, ordena a un micromotor que realice las correcciones necesarias, ajustando o aflojando. ¡Atención, dolores de espalda y rodillas, tienen los días contados! Evidentemente, un paso revolucionario del producto. Pero el paso forma parte de un andar más amplio y deja ver su dirección.
Las Adidas 1.0 cuestan 800 pesos. Muchos reprochan –con envidia o franqueza- a quienes las compran: “cómo se puede pagar tanto, después de todo no es más que un calzado”. Sin embargo, se las compra; no por nada somos la sociedad de consumo.
¿Por qué comprar zapatillas con chip? No se las presenta, no circulan en sociedad como producto clínico, no las paga la obra social. Pero si uno se deja estimular, son realmente impresionantes. Increíbles; un chiche bárbaro que llama la atención. Es decir, una mercancía que llena el tiempo con la apariencia de ser un acontecimiento, un suceso vital, y lo hace interviniendo directamente en el cuerpo. Cabe ubicar este producto dentro del género de la industria del entretenimiento masajeadora del sensorio.
¿Qué le sucede a la significación social del cuerpo según lo ubican estas “zapatillas inteligentes”? Porque parece sólo un avance de la tecnología, un cambio en su posición, pero al posicionarse, una cosa posiciona también a los elementos de su entorno. En principio, según la propuesta de la marca, la inteligencia pasa a residir en el producto. Nada más cómodo para las presas de la industria del entretenimiento.
Pensadas desde el proceso productivo, estas “zapatillas inteligentes” serían el cenit de la enajenación: hasta lo más específico del sujeto humano queda depositado en el objeto.
Tanto en la producción como en el consumo las “zapatillas inteligentes” insinúan el traspaso de lo humano al producto. En esa línea se explica también la publicidad gráfica callejera, que muestra una zapatilla radiografiada, con su estructura (explícitamente llamado “osamenta”) y su chip (“cerebro”) con cables sensores (“nervios”) y motor (“músculo”). Además de la puesta en paralelo con el cuerpo humano, allí se ve cómo este artículo, formalmente del rubro indumentaria, es ante todo un producto de tecnología.
¿Hacia dónde camina la tecnología?
Las películas futuristas son interesantes no tanto para observar el porvenir sino lo que una sociedad cree que está haciendo en el curso histórico. Y el futuro llegó hace rato: en “Back to the future 2” (1989) se habían ideado unas zapatillas del futuro que se autorregulaban; acertaron. El film no mostraba, claro está, si había muertos de hambre, si había excluidos, si los lujos eran socializados. Las relaciones entre las personas eran más o menos las mismas. Lo que sí mostraba, y estrictamente en eso consistía el futuro, era el avance de la tecnología.
Los films futuristas de nuestra época también conciben una presencia cada vez mayor de máquinas y tecnología. Pero, a diferencia de “Back…”, esa evolución no se da en una configuración social estable. Es más: de Terminator al paradigma Matrix, la evolución tecnológica se autonomiza, hasta amenazar la existencia misma de lo social. El punto de quiebre, en ambos casos, es la invención de inteligencia artificial.
Quién sabe, acaso lo que hoy no es más que un calzado sea visto en el futuro como el origen del dominio de las máquinas inteligentes sobre la humanidad. Tremendo delirio, pero la empresa –Adidas- tiene slogan: Impossible is nothing.

[Publicado en Exito a mediados de 2005]

EL CYBERCAFÉ DE LA ESQUINA

De madrugada es el momento en que más se nota la cantidad de cybercafés que atestan la ciudad. Sobre todo desde la casi extinción de los kioscos 24 horas a expensas de la prohibición ibarrista de vender bebidas (alcohólicas). Cuando aparecieron a montones, los cybers fueron vistos como un caso más del género otrora ejercido por los parripollos y las canchas de paddle. Pero la moda no es tal si permanece. Y hay un mundo en los cybers. Las faunas varían por lugares y por horarios, y el mosaico social es tan amplio como pueda pensarse: serios ajedrecistas vía web, pornografílicos compulsivos, esforzados laburantes a distancia; de todo, incluyendo los indevelables. Esto por supuesto puede ser visto desde otro costado: no hay una práctica paradigmática de los cybers. Ellos más bien plasman la fragmentación del repertorio social. Justamente esa fragmentación observable gracias al desarrollo de las comunicaciones que permite que los puntos sociales lejanos y diversos se choquen.

Las vitrinas de los cybers suelen ofrecer dos servicios: internet y juegos en red. Cada uno hace del cyber un lugar distinto. Vayamos primero por la “boca de internet”. Cotidinamente es un lugar usado desde intereses, gustos, referencias, significaciones, escenas muy heterogénas. Hay de todo como en la huerta del señor. Pero lo llamativo es que, cada una con su mambo, todas esas personas encajan en el mismo dispositivo material. Tradicionalmente pensábamos que las condiciones materiales determinan la conciencia, o que una teoría se correspondía con una práctica. Pero ahora los cybers reúnen en un mismo procedimiento a acciones ubicadas en planos completamente distintos; planos ni siquiera opuestos. Incluso ir a chatear no es estrictamente una cosa, sino un mecanismo que hace de soporte de diálogos tan distintos como distintas relaciones hay entre la gente. Es realmente impresionante cómo todos somos iguales en la operatoria física de la situación y por otro lado no hay parámetro común respecto de la significación del espacio.
Estamos todos haciendo lo mismo, que es estar separados haciendo cada uno sus cosas que nada que ver. Aunque también es el mismo el destinatario último del lucro. ¿Acaso los cybers, o internet, tiene algo de la capacidad de algunos productos del capital actual de configurarse según el gusto de cada consumidor, atrapando a las singularidades en un movimiento común? ¿Acaso estamos ante una forma de valorizarse del capital que nos iguala a todos en el plano en que el producto se hace un lugar en nosotros? Ejemplos de un campo problemático que merece una investigación seria y profunda.
Aquí, sólo algunos señalamientos de la situación cybercafé. El cyber es un boliche. Se llena. A veces (con los que juegan en red) hace tribu y hasta las veredas son invadidas. Pero muchas otras es ocupado por cuerpos que están meramente al lado unos de otros, sin entablar vínculos entre sí; es decir, sin asumirse como compañeros ocasionales. Pinta una paradoja: un espacio de comunicación ocupado por personas entre quienes reina la inconexión. Es que el vínculo transcurre en la pantalla y es con un ser físicamente lejano. O sea que uno se acerca a un lugar donde hay gente para encontrarse con otros que no están allí. En rigor, para encontrarse con otros en forma recodificada: en pantalla. Los de al lado, pura materialidad. Podría plantearse que esto sólo sería un problema para un idealismo reticente a las situaciones efectivas del mundo. Pero sucede que esa vecindad no asumida sí que aparece, y lo hace en un gesto sintomático: todos espiamos al de al lado. (Nótese la similitud anatómica de los separadores de las compus con los de los mingitorios en los baños.) Es más, podríamos arriesgarnos a pensar que lo preocupante sería no espiar, como signo de no percibir al otro como sujeto sino como pura materalidad. Dicho de otro modo: la presencia de los cuerpos vecinos se recibe de manera oculta, clandestina; oficialmente la vecindad física es un dato muy secundario del vínculo primario con el que está representado en píxeles. En el cyberweb estuve con quien chateé, con la página que visité, pero no con los otros del cyber. Salvo, claro, que yo haga algo; obligado no estoy.
[Publicado en la revista Debate en Abril de 2005]

UN CACHICO DE CULTURA

Por los cybers no sólo se pasa: para muchos es un lugar esencial de su vida. Sobre todo para los preadolescentes, casi los únicos que van en manada y se afincan durante largas horas de juego. La sala de internet es un cambalache de gente que sólo conecta con lo que encuentra en la pantalla, pero para los chicos que juegan la cosa es bien distinta, lo que se vuelve patente en el griterío que suelen producir. Es que para ellos el escenario es la pantalla pero porque allí se presentan las acciones de otros humanos que están en la sala. La cancha es todo el cyber. No es nuevo que los agrupamientos propios de los chicos causen recelo en los grandes. Y siempre puede servir observar un poco.

Hay distintos tipos de juego. Los más populares ubican al jugador en la visión misma del personaje; el usuario es el personaje. Antes los videojuegos ofrecían una visión del conjunto de la escena. El usuario del Pacman tenía ante todo una visión panóptica. Esta internalidad contrasta con el lugar donde se juega, que es público y a la vista de todos. Es como una interioridad expuesta. De hecho, en juegos con escenarios laberínticos donde los personajes se buscan entre sí, aparece el recurso de espiar al de al lado a ver dónde está él.
Si creemos que jugar es ser otro por un rato, pensar de otro modo por un rato, que se juegue en primera persona explica bastante este furor que aterra a tantas madres. Se puede juzgar el modo en que alguien se constituye en relación con algo; pero sin olvidar que es mejor constituirse que ser nada. Pero imagínese: un pobre chico víctima de un juego. Pobre chico, sí, pero pobre por ser tan subestimado. El juego atrapa, pero no porque esclaviza ni porque idiotiza: engancha porque invita a explotar a fondo muchas habilidades. Calculá, tené paciencia, registrá datos, apuntá bien, anticipá, armá estrategia y táctica; en fin, pensá. Si no, perdiste. Claro que perder no siempre es tan grave. En estos juegos -cuyo paradigma es el Counter Strike- los “partidos” duran poco, y apenas termina uno se comienza otro. Son juegos con temporalidad de clip. No hay algo como principio, nudo y desenlace, ni preparación, acumulación y catársis final. Se empieza ya en la parte álgida, sin esperas, y al terminar siempre se puede ir por uno más, y por qué no ir por uno más. En ese sentido sí invita a la adicción. Al terminar varias horas de juego irrefrenado sigue siempre lo que se dice un bajón. Como con toda intensidad.
Otra preocupación materna (que no es patrimonio de las madres sino de la mentalidad materna) recae sobre el acto de matar, que en los juegos como el Counter parece asomar como natural. Ganar es matar al otro. Eliminado uno, el restante es victorioso. Como si fuera un esquema básico que autopreservación, donde permanecer en pie es éxito. No por eso los lazos comunitarios están necesariamente excluidos, ya que puede jugarse en bandos. Siempre hay enemigos, eso sí. Pero cuando se juega en red, y el enemigo en la escena es otro chico del cyber, de algún modo el enemigo es un par. Un compañero en el juego. Hay dos posiciones: terrorista y antiterrorista. Pero a guardar las teorías de aparatos ideológicos, porque aquí no hay discurso, no hay significaciones diferenciadas, sólo dos posiciones equivalentes con nombres distintos. O sea que en rigor es una misma posición duplicada. Posiciones para el esquema del juego, que no representan posiciones de otro plano como serían el bien y el mal. El chico en primera persona es como un comando en plena misión, mas esa misión no está instituida por algún orden ideológico del mundo. Ojo que esto es así por el juego tanto por cómo juegan los chicos. Es un liso enfrentamiento de hecho, entre dos equivalentes, sin discurso externo que establezca el sentido de su relación, de sus posiciones. Estás en un quilombo, hay compañeros, hay enemigos que te hacen daño, hay que sobrevivir. Fin.