Tantas noches como sean necesarias, de Ricardo Romero.
(Notas de Febrero 2007)
Acaso la prosa de una serenada obsesión con el lenguaje. No hay dominación de personajes ni de historias. Diría más bien que la tensión producida está en la interfaz en que el personaje participa del devenir de la situación en una historia que él mismo ajusta trastocándola hacia una configuración que sólo se advierte una vez conformada. Nada hay en el libro tan inserviblemente apelotonado como este intento por captar sus mecanismos. Nuevo intento: el personaje participa sin saberlo del génesis de una situación y sólo advierte la mutación cuando él ya es otro precisamente porque las circunstancias lo llevaron a ser otro.(Notas de Febrero 2007)
Como si los personajes fueran cuerpos sueltos (las conciencias son parte de los cuerpos) que se adosan a las tendencias de una escena sin darse cuenta de lo que su adhesión arma en la gran escala de la situación.
Pero con los payasos del último cuento sucede algo distinto. Los payasos no hacen nada, en primer lugar, más que ser presas de sus impotencias. El bondi los deja mal, en la loma del orto, y esperan largamente que pase otro. Fragmentos del mundo parecen pasarles por enfrente (fragmentos violentos), pero ni siquiera es seguro si eso es el mundo. Ellos están en la noche, y el libro de Romero le da una fuerza y un sentido renovadísimo a la expresión “noche cerrada”: la intemperie es también encierro. El mundo parece pasarles por enfrente, decía, e incluso luego ellos parece que van a hacer algo o hasta que lo están haciendo. Pero lo único que hacen, a partir de un momento, es: avanzar. A ellos, a diferencia de los otros personajes, se les hace claro que avanzan, y ganan en lucidez porque en lo que caen no es en que habían estado avanzando y que ahora son sujetos de otras fuerzas, sino llanamente en que no hay otra cosa para hacer que avanzar, palabra que por supuesto no refiere a un progreso sino al hecho ínfimo de que uno camina proyectando la línea visual. Se va hacia cualquier lado y convertirlo en adelante es una operación. Ja!, a dónde llegamos: a hacia dónde se va si es que se va a algún lado o hacia “Ninguna parte” (título de la primera novela de Romero).
Otro punto que me impactó es la relación del autor con los personajes. Una compasión muy respetuosa en el modo en que se los describe y narra, carente de todo juicio. Un basketbolista llamado así por la amorosa generosidad del autor (en tanto hace años que no juega). Un ex alcohólatra que sabe muy bien que no sabe nada ni hay nada por saber (la recuperación como una gigantesca resaca, un nuevo despertar pero en una escena devastada donde no hay nada; la resaca, no olvidar esta idea, como el desafío filosófico de encarar la nada con recursos mínimos - ¡hay que embocar el tiro!). Un interno de un hospicio revuelto, con gustos muy personales. Hermanas cuyas mentiras conviven mejor que ellas mismas. La tristeza y la magnanimidad de un milico desocupado asistiendo al paso del tiempo bajo el alto techo de una fábrica abandonada en la zona Sur. Su desolación de matar murciélagos con aire comprimido y la maravilla de la creación de palabras y, más aún, de darle una entidad específica y nombrable a cosas hasta entonces inadvertidas en su carácter de cosas –allí Romero crea mundo, humanamente hablando.
Nota de noviembre de 2007: La densidad de lo que no sucede
Una crítica -repetida por pertinente- a las casi autodenominada nueva generación de narradores apunta a que son textos donde no pasa nada. Lo que pasa es que no pasa. O que sólo pasan cosas, sin alteración subjetiva, como común televisión. Pareciera creerse que saber contar algo es saber escribir, y peor aún, saber qué escribir, por lo que -tal vez sublimando una frustrada vocación antropo o sociológica- prolifera el chato anecdotario personal y el registro de modos de habla de urbanos que supongo aspiran a ser tribales pero a lo sumo son de “targets” (el cheto, el chabón-chabón) y que en su mero registro carecen de toda virtud y que, por otra parte, no hace falta escribir ni leer un libro para conocer.
Esto pasa mucho en En celo y algo menos en Buenos Aires escala 1:1 (no digo nada nuevo), donde hay un esfuerzo por armar acontecimientos en los relatos, aunque raramente se desprenden de alguna especificidad del barrio que supuestamente protagoniza la cosa, y más raramente aún (o sea que algunos hay) otorgan al lector alguna información -de la índole que sea- sobre él.
Allí, el cuento de Romero se distingue no sólo por el poder alterador que detenta el barrio de San Telmo sobre el protagonista-narrador (el marco como personaje), sino porque la crítica de que no pasa nada, que a la altura de ese cuento ya está instalada en la mente del lector, se desvanece en el acto. No porque haya sucesos impactantes; los hay, pero no son ellos los que ubican al cuento y la literatura de Romero a años luz de la nadería con que convive. La densidad literaria que lo hace distinto es justamente la magnitud con que logra que se sienta todo lo que no sucede, es decir que instaura un modo de ser de los sucesos –sucedan o no. En ese sentido ejerce lo que decía un colega y compatriota suyo, muerto ya: que el arte sea la inminencia de una revelación que nunca se realiza.
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