Al día siguiente, lunes, entrevistaba al escritor Marcelo Cohen. Me había leído las setecientas veintitrés páginas de su última novela y estaba muy pendiente de esa nota. No por eso me había perdido, la noche anterior, sábado, la fiesta que festejaba el cumpleaños de Miguel y la primavera. Esa noche de sábado fue la primera noche de mi temporada en terminar de día, con el sol de un domingo muy esperado. Porque entre la fiesta y Marcelo Cohen, jugaban Boca River. Si no hubiera sido por el partido, dormía hasta que la cabeza no doliera. Pero, pero...
Pienso: la hago bien, me levanto un rato antes y voy al bar temprano, así engancho mesa seguro, de paso llevo materiales para trabajar sobre Cohen, fotocopias de antiguas notas, algún libro; tomo café doble y le pongo el pecho a la resaca.
Las mismas sustancias que al introducirlas en mi organismo anoche me hacían sentir que podía mover mi cuerpo a piacere, que podía inventar un lenguaje de movimientos para cada canción, las mismas sustancias que hasta me hicieron pensar en una danza que al verla uno pudiera darse cuenta de qué tema está siendo bailado aún sin escuchar la música, esas sustancias estimulantes, ahora, en sus residuos, limitaban mis capacidades reduciéndolas a la pura percepción.
Todo resulta chato, inerte. Como si fuera el mundo, más que yo, el que está adormecido. Entre la jaqueca, la dificultad física de conectarse con el entorno y el recuerdo cercano de esa sensación soberbia de puro presente que tuvo la noche pasada, la resaca corroe el valor de las cosas: todo chato. En la resaca estamos condenados a la contemplación, y el panorama es el sinsentido.
Pienso: si la fiesta es un nihilismo báquico, la resaca es el desafío estoico de decidirle el valor a las cosas contando sólo con la percepción. Hacer de la condena nuestra grata fortuna. Esta idea me hace sentir bien a pesar de mi malestar físico, incluso me amiga con él. El pensamiento es una verdad que pasa por el cuerpo.
Decido pues que a este hombre libre que soy, hasta el pitazo inicial del partido nada le importa salvo Cohen. Pero ¿cuándo vuelve a ser lo único que me importa, Cohen? ¿Desde el pitazo final? ¿O en caso de ganar voy a retrasar mi reencuentro con el trabajo para extender la presencia afectiva del fútbol en mí, y en caso de perder volveré rápido a Cohen, enfatizando en todos los motivos por los cuales lo que pasa en esa cancha con esos once tipos vestidos de colores no determina nada de lo que me pasa a mí? En definitiva sólo los veo en la pantalla del televisor del bar; si estuviera en la cancha bueno, de última llevé mi cuerpo hasta el lugar de los hechos, me expuse a la materialidad de la situación futbolera. ¿Será ese manejo de cuánto uno se deja afectar por el fútbol otro desafío del hombre libre? ¿O respetar el abrazo del dolor será condición para un hinchismo pleno? ¿Será el tiempo que sufrimos la derrota proporcional al que disfrutamos lícitamente la victoria?
Puta, ya estoy pensando en el partido. Ahora lo importante es leer las entrevistas que me traje. Y sobre todo, al ritmo del dolor de cabeza, subrayarlas, para identificar elementos que me sirvan mañana en la entrevista. También me traje una libreta donde escribir ideas y preguntas. Lo único que podría reprocharme es que traje sólo una birome, yo que siempre llevo varias, y encima una Bic pedorra, pero de última si se caga le pido una al mozo.
Desparramo las fotocopias en la mesa para tener visualización de conjunto. Cohen, Cohen. Saliste canchero en las fotos, si no fueras escritor, ¿qué look te daría la pelada? No, mala pregunta. Publicar una novela tan gigante en tiempos de fast food, msjes d txto y eyaculación precoz, ¿es darle a la vida desde la literatura un espacio con reglas autónomas, insumisas a la lógica mercantil?
No pienso en el partido pero sé que parte de la concentración que logro a pesar de la resaca se la debo a la previa... Estos gallinas de mierda. El bar se va llenando. La gente pone sillas en cualquier parte, los pasillos entre las mesas se borran, el bar se tribuniza. Cohen sigue firme en las fotocopias. Ya dos boludos gallinas agarran las sillas de la mesa de atrás mío y las dan vuelta, para mirar la tele que está enfrente mío, hacia arriba. Se sientan a mi espalda tocándome las orejas con su conversación, qué gallinas pelotudos.... Escaneo la distribución de hinchas y veo que los de Boca en general también parecen bastante boluodos, pero bosteros, loco: aguante. Pienso: Bobadilla, Gago, Palacio, Palermo. Cancha de River. Tuzzio, Nasuti, Ferrari, Beluschi. Se puede ganar, ellos son putos. Me aliento y con esa fuerza sigo sobre Cohen, me encanta Cohen, una bestia de la escritura. En la mesa de al lado se sienta un viejo gallina bien pero bien de mierda, que habla solo bien fuerte, provocando, pero ni mosqueo porque se me ocurre que Cohen esto y lo otro y anoto la libreta. La resaca me ayuda a no escribir tan rápido y que mi letra sea legible. Pienso que es verdad eso que dicen, está bueno escribir a mano. Aunque en rigor en el teclado también es a mano, tendríamos que decir escribir a birome, o lapicera, o lápiz, ¿cuál sería el genérico de todos estos?
Como no tengo colores encima, el viejo pelotudo seguro se pregunta si soy un vecino aliado o enemigo. Tal vez me ve subrayando fotocopias como un gil que ni sabía del partido, cuando yo no puedo sacarme de la panza al Tecla Farías, ¡qué viejo de mierda!Me concentro tan bien en la lectura y el subraye que de pronto levanto la cabeza y está Palacio moviendo del medio para Palermo. Instantáneamente me clavo ahí, en el pasto verde. Y dale, y dale, y dale Boca dale, carajo.
El partido arranca frenético, con un exceso de adrenalina en los veintidós, y Sebastián Vignolo no hace más que alterarme peor; tendrían que poner locutores que calmen la cosa en vez de volverte más loco, cerdos burgueses. Belluschi se escapa de los volantes de contención por la izquierda y todo Boca queda mirando a su propio arco, los jugadores tan desordenados como la gente en el bar, Farías queda libre sobre la medialuna, la recibe mansita, ideal para un patadón que atraviese las manos del arquero y la red y el ánimo de la mitad más uno del país, pero por suerte le pega mal, muy por debajo.
Agarro el café doble abandonado sobre el despliegue de fotocopias y me bajo media taza. No puedo más. Vamos, muchachos, pelota dividida tiene que ser nuestra. Palermo intenta sorprender y sorprende, pero con mala puntería, y resulta que el viejo puto lo empieza a gastar, se caga de risa bien fuerte y como si le hablara a la tele nos habla a todos los bosteros del lugar. ¡Qué viejo hijo de mil putas! Y al primer buen pase de Boca sin quererlo grito ¡Ooole! Todos mis músculos comienzan a agitarse. Con un gol el partido nos queda servido, ¡vamos muchachos! Los dos tipos de atrás son gallinas pero más tranquilos, no eligen sus palabras para irritar a los demás, parecen desdramatizados, como en actitud de ver la tele. Qué gallinas. Yo me vuelvo loco. Escucho todo el quilombo del bar en ruido seco, muy externo, y adentro de mi cabeza y mi pecho la voz de Vignolo segmentada por el pum pum pum del aparato circulatorio. En cada jugada se me va la vida, la sangre me corre en piques cortos.
En eso por suerte llega Migue, lo que al menos un segundo me baja las revoluciones. Me trae la licuadora que le presté ayer para la fiesta. Viene contento Migue, más allá de que creo que casi siempre lo está, porque la fiesta estuvo increíble y a él le chupa un huevo el fútbol pero se queda a ver el partido conmigo en el bar porque le copan, digamos, los fenómenos de la cultura. Y ahora me tiene a mí acá, encerrado en esta silla, hecho un conflicto de nervios, golpeteando nervioso la birome contra la mesa, el cuerpo con la debilidad de la resaca pero la excitación absoluta del partido. Veinte minutos. La cancha está llena de papeles, como mi mesa.
Puta: gol de River. Gol, qué se yo: la pelota está adentro, Bobadilla en el suelo. ¡Gallinas hijos de puta! Por todo festejo, después de gritar sin levantarse el viejo se ríe, se caga de risa, se mofa, burla, delira a todo hincha de Boca presente.
Tenemos que hacer un gol ya ya ya ya. El mundo está desordenado. Las moléculas de mi cuerpo disuelven la atadura que las agrupa, muchachos, si no hacemos un gol: eso siento. Me clavo el resto del café. Me paso la mano por la frente y el pelo, corroboro que estoy temblando. La sangre debe estar corriendo tan pero tan rápido que la cafeína no llega a distribuirse en forma homogénea por el cuerpo, entonces allí donde se concentra tengo espasmos. De pronto Palacio recibe con la defensa gallina mal parada, mete una diagonal penetrando en el área y apenas le saca medio metro al defensor la clava en el ángulo, por arriba de las manos del arquero, gol, gol, gol, viejo puto, qué ganas de hacértelo sentir, gol, golazo, qué ganas de que mi tronido se eternice dentro de tu cráneo gallináceo, viejo puto, salto con todos los músculos de la cara en expansión y elevando los brazos al cielo, porque ya lo tenía decidido, te voy a golpear el gol en la mesa, pobre viejo gallina, te retumbo el gol dándole potentes palmadas a mi mesa, a las hojas de Cohen, gol, carajo, y desde la altura preparo el movimiento descendente, empiezo bajando la cabeza para detrás suyo hacer caer los brazos con todo, y recién cuando estoy haciéndolo me avivo de soltar la birome, liberar la mano para golpear la mesa con toda la palma, hacer mucho ruido, y allí sucede, la suerte, el prodigio diría Cohen, la bic blanca cae directo hacia abajo, a dónde si no, pero yo no la veo porque ya estoy bajando con un goce atemporal, viejo de mierda hijo de puta, para golpearte el gol en la mesa, y se ve que cayó de culo, parada, la birome, de punta hacia arriba, y cuando bajo mi furia festejante, ensordecido por mi propio grito de gol en la resaca registro levemente el ruido como de tela rompiéndose, y a partir de ahí todo pasa en décimas de segundo, no es fácil de contar, flasheo en la mente la imagen, como si la recordara de un sueño, de un conito pástico marrón con punta metálica apareciendo por el dorso de mi mano.
Como estaba gritando, igual que medio bar, mi primera reacción al accidente fue callarme. En tan pocas décimas fue todo que creo que no hubo tiempo, que de pronto estaba mirando la mano de costado y verificando que el cilindro plástico la atravesaba de un lado a otro, casi medio cilindro de cada lado, me encuentro con los ojos de Migue y fue su palmario azoramiento, más que haberlo visto yo mismo, lo que me confirmó que sí, que eso de no creer estaba pasando, que era real, que la birome me estaba pasando. Todo el mundo festejando a los gritos pero me doy vuelta y uno de los dos gallinas de atrás, sentado, me dice con los ojos también abiertísimos: andá al hospital. Sí, le digo, pero pienso que primero tengo que hacer algo. Vi que la muy puta no tenía bordes paralelos, sino que iba ensanchándose hacia atrás, entonces tomé el extremo de abajo y tiré para extirpar la birome por donde entró, mi palma. Pero, y acá no sé qué vi primero, si la carcasa blanca vacía o el tubito de tinta azul que había quedado en el mismo sitio, saliendo por dos agujeros que eran uno mismo. Estuve a punto de volver a tirar hacia abajo pero noté que del otro lado el tanquecito tenía la cabeza de la birome, como la punta de una flecha, entonces agarro de ese lado, la punta que escribe, saco el tanquecito y lo tiro en la mesa junto a la carcasa. Noto que ambos están limpios. Migue ya tenía unas servilletas que me pongo a ambos lados, apretando como una pinza. Con la energía justa reprimo el pensamiento sobre las cosas que pasarían si perdiera la diestra y le pido a Migue: “Agarrá la mochila y todas las hojas”.
Salimos y justo hay un taxi en el que viajo recostado atrás, levantando los brazos y respirando como una parturienta: ah ah ah ah. En la sala de espera miran el partido, no pasaron cinco minutos del gol. El doctor me confirma que nunca le tocó un caso de tal estupidez y agrega que tengo puntería para clavarme biromes, porque no rompió ni arteria ni tendón ni hueso. La birome pasó y limpiamente evaporó la idea básica de continuidad del cuerpo, de mismidad, de que uno es un espacio delimitado en el universo; negó aquella verdad futbolística fundamental que asegura que la materia es impenetrable. Pero ni puntos me dieron, fue una desgracia con suerte. Como si la suerte circulara en un torrente, y ese torrente tuviera arritmias: de golpe la corriente se detiene, un instante queda seco de suerte, y el siguiente recibe el flujo acumulado en una suerte maravillosa.
En el hospital se oyeron dos gritos de gol; me dijeron que uno fue tanto y otro penal, ambos para Boca. Los titulares del triunfo xeneise no informarían, pensé, que el superclásico tuvo un herido. La violencia en el fútbol adopta formas difíciles de registrar. Pero cuando salimos a comprar la antitetánica en la farmacia, yo con un yeso desde las uñas hasta el codo, la radio dice “cuarenta y cinco minutos del segundo tiempo, River gana tres a uno”. ¡Hijos de puta! Volvemos y el enfermero me dice que tiene que darme dos inyecciones, una en cada nalga, pero que por unas agujitas no me voy a asustar, ¿no? Seguro es gallina, hijo de puta.
Salimos, ahora para ir a mi casa, Migue todo el tiempo con las fotocopias de Cohen y la licuadora en su mochila. A la cuadra me encuentro al Pelado: no lo veo hace años y ya estoy relatando el accidente de la birome. Me hace reír. Pienso si más que la violencia del fútbol no serán los famosos riesgos que comporta la escritura. O si no es toda situación un mapa de accidentes potenciales. Cuando llegamos a casa prendemos un porro porque es analgésico. Un gran psicólogo, Migue. Al rato, me doy cuenta de que por primera vez estuve varios minutos sin pensar en el tema, de que por un ratito lo había olvidado. ¿Me va a quedar cicatriz, no Migue? Sí, men, seguro. Si no te queda marca no lo vas a poder contar. Y es algo para contar: hace dos mil años pasó tres veces en el mismo cuerpo y todavía festejamos a Cristo.
Con un yeso, hasta la gente que nunca te habla quiere saber qué te pasó. Mis dos respuestas más habituales para los rompepelotas fueron “me lastimé” y “me pusieron un yeso”. Sólo una persona se distinguió. Fue al día siguiente, lunes. Lo esperaba en la mesa del bar en que me había citado. No sabía dónde guardar el brazo enyesado y lo tenía sobre la mesa. Apenas llegó, el autor de Hombres amables no pudo sino preguntarme “¡Eh, che, ¿qué te pasó?!”, pero inmediatamente repensó: “bueno, no, perá: tal vez no lo querés contar”.
Este relato fue leido en Los Mudos y en los Villancios Vrutlaes II, Nequén city
<< Home