Tuesday, February 13, 2007

Decapitaciones, demasiado sentido


Un hecho al filo de la cultura. Cortar el cuello. Decapitar. Algo imposible de analizar sin sentir. Intentar una nota informativa, o incluso un mero repaso de los hechos, sería faltar el respeto del lector. La perplejidad no permite más que escupitajos de pensameinto emanados de enfrentarse al hecho.

Al mismo tiempo deshumanizado -síntoma de la inexhaustividad del género humano como tal- y ultrasimbólico, ultracultural, ultrahumano.

Francis Ford Coppola dijo que hizo El Padrino con el precepto de que cada asesinato debe tener algo único. Tenía claro, como los dementes en Irak que degüellan personas frente a cámaras, que el asesinato es una vía de comunicación. La disposición a matar comunica algo, es signo de algo que está sucediendo; se dirige a algo. La forma en que se mata también comunica algo.

¿Quién está en condiciones de ser interlocutor de una comunicación semejante? Acaso sea imposible. Acaso -es decir, conjeturando- ese sea el móvil de las decapitaciones: hacerle ver al interlocutor lo que no entra en su imaginario, y así anularlo como interlocutor. Se dirigen a nosotros, nos constituyen como interlocutores, y en su mensaje nos anulan la posibilidad de serlo.

Unas chicas italianas, por ejemplo, fueron secuestradas, y podía vérselas en el diario; podían verse también las declaraciones de los captores, los llantos de las familias. Pero las decapitaciones son algo que no se puede ver, esos gritos no se pueden escuchar. No tenemos lugar para eso. Quizá degollar sea un intento de, al menos en la dimensión que se instaura en el “diálogo” con ellos, asesinarnos.
En la película de gángsters Hoolodoom, el personaje encarnado por Lawrence Fishbourne responde las recriminaciones de su hermosa, enterada de que él ha matado, diciéndole: “tengo mis motivos y creo en ellos. ¿Preferirías un tipo que no tiene algo por lo que llegaría a matar y ser matado?”. La chica y el espectador quedan mudos. Es lo que sucede cuando la realidad se le impone a la moral. Asesinar es parte de la vida humana tal como es, o al menos tal como viene siendo en los últimos milenios. Y no se altera mucho con disgustos ajenos.

Pero esa idea ya tuvo quien la piense mucho más cerca que Joilud. José Luis Romero fue un enorme historiador medievalista, pero pensó con lucidez y seriedad feroces los temas que transitó. Sobre todo aquellos que lo hacían pensar cosas que no podía pensar en otra reflexión que la de esos temas. Así lo sucedió cuando trabajaba sobre la crisis de la sociedad burguesa, iniciada según él cuando la primera guerra mundial. La imagen con que define la crisis de una sociedad es, para sorpresa de algunos, cuando “los hombres no tenían por qué morir”. Según esta línea, la disposición a la muerte le da sentido a la vida social. O, mejor dicho, es el signo de que hay vida social con sentido.

No muchas veces se presenta una tarea, destino u objetivo (la nominación genérica del impulso se define en cada caso singular) que convenza a un sujeto de que tiene que entregarse a ella. No cualquier vida le da tan eficazmente sentido a la muerte. No es que vale la pena morir, sino que vale la pena la muerte, propia o ajena. Y aún cuando esta disposición se da, esa especie de prueba de fidelidad que es la muerte es un posible que sólo se concreta en circunstancias muy especiales. Si nos invaden los yankis, por ejemplo, damos la vida pro la patria. Pero si no, no.

¿Qué pasa cuando la cosa se invierte? Sólo la cantidad distingue remedio de veneno, dice Escohotado. ¿Qué pasa si al pibe superfluo que quería darle sentido a su vida, a su miniturismo en el mundo, se le va la mano en eso de la disposición a la muerte? El matar-ser matado, que está siempre presente como un posible excepcional, pasa a ser la norma. Es posible que el pibe pasara a creer que la muerte no es un comodín que la utopía, el sentido social, puede llegar a exigirle, sino que a mayor cantidad de muertes, más sentido social. Y si es brutal, directo a la yugular frente a las cámaras, a ver si mata también algo de los televidentes.

Publicado en Debate, 2004