LUCA PRODAN, CADAVER EXQUISITO DEL ROCK
Este mundo no puede ser del chiste y de la tragedia, pensaba Macedonio, y Luca Prodan sería un intento de refutarlo. El recién estrenado documental Luca, de Marcelo Espina, termina con una placa que dice que Prodan murió sonriendo -hace hoy justo veinte años, a su edad de treinta y cuatro, tras beber hasta matarse por el hígado-. Murió sonriendo, dice. Había ya casi muerto heroinómano en Londres, y vino a curarse aquí, donde dejó en sus allegados la imagen de ser “un tipo al que le importaba mucho cagarse de risa”.
La película muestra un genio enfermo que incinerándose hasta morir iluminó las vidas de su entorno; el mito de Luca condensa la tensión erotanática de la cultura joven. En Luca la risa es disposición fenomenológica y la tristeza su frustración, pero la risa también como autosuficiencia y la pena como apuesta de trascendencia. El reagge -¡don´t cry!- junto a la furia punk -fuck you!
Este italiano marcó en inglés un punto sin retorno del rock argentino. A través de los discos de Sumo, el idioma inglés dio palabras a una naciente sentimentalidad autóctona. Luego advendría como folclore porteño un graffiti de formato anglosajón: Luca not dead. Es que la larga vida que solía desearse a los reyes mutó, para los ídolos de rock, en rara tozudez performativa.
Nacido romano en el 53, a los diecisiete años se escapó de la escuela escocesa donde era pupilo (junto a, según Wikipedia, el príncipe Carlos); desde entonces practicó el nomadismo. Estuvo en Londres cuando el estallido punk y preso en Italia por desertar del ejército: Luca fue parte de las generaciones hijas de la época dorada del capitalismo de bienestar que, “mejor educadas y alimentadas que ninguna antes” (como las describe el crítico de rock Patricio Orellana citando a la escritora PD James), pudieron dedicarse a criticar estética y moralmente la sociedad, o, llanamente, a romper cosas -el propio hígado, por caso.
Luca personalmente llevó su crítica activa bastante lejos. Su muerte misma (perversamente enaltecedora) puede ser leída como una insatisfacción, como el reclamo de quien va matándose porque el mundo y la vida no son lo hermosos que, perciben, podrían ser.
En Argentina (llegó en 1981) construyó su vida desde una tradición milenaria: el ascetismo. El despojo con lo material exceptuaba las drogas, con las que se acompañó hasta el final; aunque dejó la heroína en Europa, cinco años después le puso su nombre a un tema desgarrador. Su relación con esa sustancia (acaso también con el alcohol) ubica a Luca en la historia del fin del sueño hippie, de la desmentida del poder de transformación social del rock, historia que -simplificando con brutalidad pertinente- arrancó con los beatniks, hizo cénit en Woodstock, se alucinó con el rock progresivo y terminó chocando con la estúpida e irrefutable verdad punk: there is no future.
Ese futuro imposible, el post-punk, es el que Luca introdujo en Argentina con Sumo (homenajeando a Joy División con su primer álbum, Divididos por la feclididad). Trajo sus discos de The Clash, de Bob Marley, de Velvet Underground, de David Bowie, de Television, y resultó prócer del “rock nacional” (las comillas refieren a que tal expresión es un oxímoron, como ha señalado el Indio Solari).
Ese cruce, esa continuación en un hábitat de caminos procedentes de otro, es clave del peso de su figura. Gracias a Luca crecieron aquí frutos de una historia ajena; Sumo fue al rock argentino como un parto sin embarazo. En ese sentido Luca forma parte de la “larga sucesión de intelectuales europeos aclimatados en nuestro país” descrita por Ricardo Piglia en Respiración artificial: Pedro de Angelis, Paul Groussac, Charles de Soussens, Witold Gombrowicz, quienes personificaron aquí lo que sus pares locales hubieran querido ser, tal como muchos decían le pasaba a Charly García con Luca. ¿Es el pelado una continuación del europeísmo argentino?
En cualquier caso, fue su capacidad de inocencia lúcida -su capacidad poética- la que lo habilitó como cronista de Buenos Aires. Hablando de Hurlingam, del Abasto, del boliche New York City, de Omar Chabán; usando en canciones palabras como Yaciretá o cucurucho por la gracia que le daban, titulando un disco con el término chabón, Luca propone desde su experiencia de recienvenido una imagen para la cultura de acá: ¡Esta sí que es Argentina!, gritaba, con su acento bonachón, la última frase de su primer hit, La rubia tarada.
Las herencias son siempre un problema. Y Luca, cuyas sentencias asesinas hacia casi todo el rock vernáculo son bien recordadas en su mito (ofició sin dudas de “árbitro cultural”, como dice Piglia), fue prepotentemente tomado como padre por el rock chabón de los noventa, que borgeanamente lo instituyó como predecesor –aunque Luca ya hacía tiempo estaba After-. En rigor lo que Luca produjo es Luca: Luca como el nombre de una sensibilidad sanguínea, vital y mortuoria, cuántica por lo difícil de aprehender.
Publicado en Debate, 22-12-07
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